No había Dios y creamos uno.
Ciencia y conciencia
MAY 29
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No había un Dios, pero hemos creado uno. De los millares de fantasmas imaginados por nuestro desamparo, éste es el único dotado de poderes tangibles. Lo que adoramos en las mitologías eran sus promesas de omnipotencia. Aquí la tenemos, desde que el primer antropoide arrojó una piedra. Según el Génesis, el fruto del árbol de la Ciencia nos haría como Dioses. Somos divinidades porque creamos conocimiento capaz de generar y destruir mundos.
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Evitemos el mito según el cual la Ciencia aparece, adulta y armada como Palas Atenea de la cabeza de Zeus, con el método de Francis Bacon basado en la inducción y la experimentación, dirigido a descubrir las relaciones constantes que rigen los fenómenos (Bacon: 1985). Tiene la Ciencia su ontogénesis, su desarrollo embrionario desde la primera idea hasta la que pudiera ser la última. Cada fase histórica está animada por alguna provisoria certidumbre científica, a veces disfrazada de mitología, que genera un modo de producción, y este una física, una ética, una estética.
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La primitiva física que nos suponía centro del universo sugirió un código moral que nos presentó como finalidad del cosmos y una estética que nos replicó como su ornamento. La física copernicana, que nos destronó del centro del mundo se reflejó en una ética que nos encadenó a las leyes causales de éste en forma de evolucionismo, positivismo o materialismo histórico y una estética que nos estudió y replicó con los instrumentos supuestamente científicos del positivismo y el realismo.
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En el proceso de hacernos dioses descubrimos un mundo que escasamente nos refleja. El cosmos, al parecer, es finito y sin propósito. Tendría un comienzo en el tiempo y espera un fin; su espacio incomprensiblemente curvo determina que todo viaje hacia los límites termine en el comienzo. Nadie sabe si se expandirá indefinidamente o terminará comprimiéndose en un punto de densidad tal que dará origen a una nueva explosión y un universo nuevo. El orden causal que atisbó en él la ciencia newtoniana se ha desvanecido con el Principio de Indeterminación y la mecánica cuántica. Los dioses acostumbraban atormentarnos con decálogos y normas de conducta; ahora que somos pequeñísimos semidioses, no sabemos qué pautas extraer del cosmos ni qué sentido tiene nuestra presencia en él. A la materia inanimada no parece importarle nuestra presencia ni nuestra vanidosa aspiración de eternidad.
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Mientras tanto, el árbol de la ciencia del Bien y del Mal también da frutos podridos. El mecanicista Hobbes, tras describir al hombre como autómata y a la Razón como máquina de sumar y restar conclusiones, asimiló el Estado de Naturaleza a la Guerra de Todos contra Todos (Hobbes, 1968). Si la naturaleza parecía abominable campo de batalla donde especies e individuos más aptos eliminaban a los menos aptos, lo mismo debía pasar en los grupos sociales. El darwinismo social de Herbert Spencer presentó la división en castas y clases como inevitable resultado de la selección natural; lo mismo intentaron en el plano económico el malthusianismo y el liberalismo. El progreso científico sería el indetenible e inevitable dominio de los seres más evolucionados sobre la naturaleza y las sociedades menos avanzadas. Así fueron maquillados de cientifismo los más abominables racismos, de civilizatorios los imperialismos más repugnantes.
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