Dos concepciones del Liberalismo
Dos concepciones liberales del Estado: Adam Smith y Friedrich Hayek
Two liberal conceptions of the state: Adam Smith and Friedrich Hayek
Sebastián Botticelli
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Dos concepciones liberales del Estado: Adam Smith y Friedrich Hayek
Praxis Filosófica, núm. 46, pp. 61-87, 2018
Universidad del Valle;;
Recepción: 04 Enero 2017
Aprobación: 15 Septiembre 2017
DOI: 10.25100/pfilosofica.v0i46.6149
Resumen:
Con el objetivo de cuestionar aquellas interpretaciones que identifican la comprensión liberal del Estado con una estructura organizativa reducida a su mínima expresión cuyo desempeño debe quedar supeditado a las dinámicas económico-productivas, el presente artículo se propone revisar críticamente las propuestas de dos figuras destacadas dentro de la tradición del liberalismo: Adam Smith y Friedrich Hayek. Para ello se compara el modo en el que estos autores articulan el concepto de Estado sobre un plano operativo, en particular, en lo referido al principio de “gobierno limitado”. Se identifican las funciones adjudicadas a las instituciones públicas y se caracteriza el modo en el que se presentan las relaciones entre la órbita estatal y la órbita social. Por último, se destacan continuidades y diferencias entre ambas posturas. Sobre esa base, se proponen algunas reflexiones en torno a la eventual distinción entre un liberalismo ético-político y un liberalismo económico.
Palabras clave:
liberalismo, Estado, sociedad, gobierno limitado, competencia.
Abstract:
In order to question those interpretations that identify the liberal understanding of the State with an organizational structure reduced to its minimum expression whose performance must be subordinated to economic-productive dynamics, this article critically reviews the proposals of two prominent figures within the liberal tradition: Adam Smith and Friedrich Hayek. A comparison that pays special attention to the way in which these authors articulate the concept of State on an operating plane is established, in particular with regard to the principle of “limited government”. The article also identifies the functions adjudicated to public institutions and the way in which relations between the state and the social orbit are characterized. Finally, some continuities and differences between the two positions are indicated. Based on that, the article proposes some reflections about the possible distinction between an ethical-political liberalism and an economic one.
Keywords:
Liberalism, State, society, limited government, competence.
Introducción: disputas en torno a la definición del liberalismo
La caracterización del pensamiento liberal supone un problema de complejo abordaje pues bajo el término “liberalismo” suele incluirse una serie de teorías políticas, sociales y económicas cuyo núcleo de coincidencias resulta muy difícil de establecer. No son pocos los autores que se reivindican como “liberales” y que proponen una particular acepción del liberalismo a partir de la cual buscan legitimar sus posiciones, tanto en un sentido teórico como en un sentido político (Mises, 1962; Hayek, 1978; Dworkin, 1985; Rawls, 1993; Rothbard, 2006). De un modo equivalente, los críticos del liberalismo cargan al mote “liberal” con connotaciones fuertemente negativas y no vacilan en utilizarlo a modo de acusación (Dussel, 1998; Harvey, 1998 y 2007; Grüner, 2002). Esto genera una “superabundancia de liberalismos” (Cubeddu, 1997: 138), fenómeno denunciado como una suerte de “robo semántico” (Gottfried, 1999: 29) que aproxima la utilización del término a un vaciamiento de sentido.
El conjunto de los autores contemporáneos que sostienen una valoración positiva de la impronta liberal puede dividirse esquemáticamente en dos grandes grupos. Un primer grupo de perspectivas identifican al liberalismo con una particular afirmación de la libertad humana, entendiendo a esta última como la ausencia de restricciones ejercidas por el poder policial, la ley o cualquier tipo de dogma u ortodoxia (Chadwick, 1975). Esta actitud suele ser comprendida como la expresión de un impulso emancipador que se habría manifestado originalmente entre los siglos XVII y XVIII en el continente europeo como una forma de oposición a las monarquías absolutas. Desde esta perspectiva, el liberalismo aparece como una afirmación de la autonomía de la sociedad civil, un movimiento teórico y político que busca ampliar los espacios de acción y de pensamiento poniendo en discusión los límites convencionalmente establecidos y asumiendo los riesgos que dichos cuestionamientos pudieran conllevar (Dunn, 1979).
Desde esta acepción, el liberalismo enmarcaría en la actualidad un conjunto de reflexiones ético-políticas que, retomando los esquemas de la tradición contractualista -preocupada por fundamentar las obligaciones políticas sobre el consentimiento individual de todos los ciudadanos- reflexionan sobre las posibilidades de armonizar las libertades personales con las diversas formas de igualdad social. Se inscriben en este grupo los desarrollos que buscan conciliar los principios de libertad e igualdad apostando por la implementación de una serie de ideales éticos relacionados con la distribución de los recursos, la protección los derechos cívicos, la centralización de la autoridad y el funcionamiento del sistema judicial (Rawls, 1979; Nozick, 1974; Dworkin, 1977 y 1985). También se inscriben en este grupo otros desarrollos que especulan en torno a las posibilidades de universalización de las normas de convivencia, el despliegue de las racionalidades comunicativas y la conformación de identidades comunitarias (Aple, 1986 y 1991; Habermas, 1987; Taylor, 1996). Ambas líneas debaten entre ellas en torno a los fundamentos de la asociación política y a las diversas concepciones de la justicia que puedan validarse dentro de sociedades actuales en las que ya no es sostenible una definición unívoca del bien (Habermas y Rawls, 1998).
Un segundo grupo de perspectivas contemporáneas que sostienen una valoración positiva de la impronta liberal toma distancia de las reflexiones referidas en el párrafo anterior pues entiende que, aun cuando aquéllas alcancen a expresar ciertas antinomias fundantes que la filosofía y la teoría social europeas supieron vehiculizar desde el advenimiento de la modernidad, en última instancia no alcanzan a dar cuenta del liberalismo en un sentido histórico, concreto y preciso (Machlup, 1969; Friedman, 1982). Para estas miradas, el núcleo del pensamiento liberal no debería identificarse con un posicionamiento cultural, así como tampoco con una actitud psicológica o con una selección de principios éticos; antes bien, el liberalismo debería comprenderse como el despliegue de un conjunto acotado de ideas que remiten al funcionamiento de las sociedades en sus aspectos organizativos más concretos. En ese sentido, el slogan “laissez faire, laissez passer”, y “le monde va de lui-même” expresarían la impronta liberal de la manera más acabada (Raico, 1992a).
Para este segundo grupo de miradas, la expansión de los márgenes de libertad productiva y económica de la sociedad civil, el funcionamiento de las estructuras públicas y la restricción a las potestades del Estado aparecen como una preocupación central. En líneas generales, el Estado suele ser comprendido por estas perspectivas como una estructura organizativa de funciones reducidas que debe encargarse de ciertos aspectos básicos; un conjunto de instituciones que deben funcionar cuidándose de no interponer ningún obstáculo a la libertad de los individuos que componen la sociedad, o bien de hacerlo -cuando no hubiera más remedio- en la menor medida posible (Gaus (2015), Courtland, S. y Schmidtz, D.).
El presente artículo se plantea como objetivo poner en discusión la noción del Estado difundida por esta corriente liberal de corte economicista que reduce el principio del “gobierno limitado” a los criterios de no-intervención y de protección de los derechos individuales (Raico, 1992b). Se buscará mostrar que esta definición que parece contar con un amplio grado de difusión fuera del ámbito académico -difusión que alcanza a plasmarse en discursos proselitistas e incluso en resultados electorales- supone una interpretación restringida de los postulados liberales basada en una comprensión simplista de las relaciones entre aquello que el liberalismo clásico denomina “sociedad civil” y las instituciones estatales.
Para lograr este objetivo se revisarán las nociones de Estado que aparecen en dos autores muy caros a la tradición liberal: Adam Smith y Friedrich Hayek. El primero de ellos es considerado uno de los padres fundadores del liberalismo moderno y su obra funciona como una referencia ineludible en cualquier reconstrucción del surgimiento histórico del pensamiento liberal (Haakonssen y Winch, 2006). El segundo es una de las figuras centrales dentro del liberalismo neoclásico (Schwartz, 1999; Cortés Rodas, 2004), corriente que influyó profundamente en muchos de los procesos de reforma política que marcaron las últimas décadas del siglo XX (Morresi, 2011; Murillo y Seoane, 2012). Se buscará señalar las semejanzas y continuidades, así como también las diferencias y desplazamientos que pueden registrarse entre ambas propuestas teóricas.
La validez de esta comparación se completa con una suerte de apuesta: a lo largo de este escrito se aspirará a que, en un ejercicio de anacronismo explícito, nuestra actualidad quede comprendida en el pliegue comparativo que enfrenta a Smith con Hayek. Si afirmamos que las condiciones de nuestro tiempo hunden sus raíces en problemáticas de larga data, el trabajo con la historia de las ideas habrá de implicarnos indefectiblemente. En ese sentido, la aproximación que aquí se propone buscará pensar críticamente cuánto de lo histórico persiste en lo actual y cuán actual puede resultar la indagación de ciertos pasados históricos.
La concepción del Estado en el pensamiento de Adam Smith
1
Señalar a Adam Smith como un cerrado defensor del Estado limitado, de las virtudes del decisionismo privado y del laissez faire mercantilista compone un cliché que se reproduce en manuales y textos de difusión del pensamiento económico (Rosen, 1999: 5-6; Hillman, 2003: 3). La validez de estas interpretaciones que entienden a Smith como el fundador del self-interest y lo convierten en un ejemplo paradigmático de la tradición utilitarista (Rawls, 1979 y 1993) debe ser enfáticamente puesta en cuestión. Éstas se basan en una perspectiva sesgada que no considera el lugar que las reflexiones en torno a la relación entre la moral, la política y la economía ocupan dentro de la obra del autor escocés (Viner, 1927; Yay, 2010), falencia que se vuelve notoria al considerar el problema que supone la compatibilidad o incompatibilidad entre los postulados presentados en The Theory of Moral Sentiments (1759) -en adelante TMS- y An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (1776) -en adelante TWN-. En el primero de estos textos, Smith postula a la benevolencia, la solidaridad, la gratitud y la compasión como virtudes morales cuya difusión resulta indispensable para lograr una mayor armonía social. En el segundo, el autor detalla el modo en el que el amor propio o el interés personal expresados en los intercambios mercantiles funcionan como uno de los principales motores de la producción de riqueza. Desde comienzos del siglo XIX, los exégetas de la obra de Smith han discutido si ambos textos deben comprenderse de manera correlativa o si, por el contrario, el segundo supone un cambio de perspectiva respecto del primero. No será menester aquí tomar partido dentro de esa extensa polémica que entre los autores alemanes de la segunda mitad del siglo XIX fue conocida como Das Adam Smith Problem (Teichgraeber, 1981; Tribe, 2008). Pero su referencia permitirá señalar la distancia existente entre aquellas simplificaciones que ubican a Smith en el lugar de un ingenuo partidario del libre comercio y la complejidad de su sistema teórico en el que el funcionamiento económico-social aparece íntimamente relacionado con las nociones antropológicas y morales, componiendo una intrincada teoría de la acción humana.
La interpretación reduccionista del pensamiento de Smith tampoco considera la inserción del autor escocés en la corriente de la Economía Política británica del siglo XVIII, cuyos aportes cumplieron un rol fundamental en el surgimiento y configuración de la tradición liberal (Foucault, 2004; Rothschild y Sen, 2006). Para ponderar el grado de novedad que supusieron estas primeras expresiones liberales se vuelve necesario considerar el modo en el que autores como Smith recogieron y adaptaron la influencia de las teorías desplegadas dentro del marco de las monarquías absolutas que se encontraban vigentes en la Europa continental.
Influencias del Cameralismo prusiano: entre el Estado policial y la multiplicación de los intercambios mercantiles
A partir de la traducción al inglés de autores como Jakob Friedrich von Bielefeld (1717-1770) o Johannes Heinrich Gottlob von Justi (1717-1771), las ideas del Cameralismo prusiano contaron con un importante grado de difusión dentro de las islas británicas (Rosen, 1985). Como presupuesto político, el Cameralismo entendía que el Estado surge de un contrato en el cual los hombres renuncian a su libertad a cambio de garantizar su autoconservación. Estas ideas propugnaron un modo de organización socio-política en la que las facultades del gobierno se incrementaron sustancialmente. Dicho incremento dio lugar a una estructura gubernamental de tipo piramidal cuyo vértice superior quedaba reservado al Juspolitiae o Príncipe. Desde su lugar de máxima autoridad, el Príncipe mantenía el derecho de ejercer el poder sin estar obligado a conceder más prerrogativas que aquellas que surgían de su propia voluntad. Este monopolio del poder era definido como la contrapartida de una función que el soberano estaba obligado a cumplir: a cambio de la obediencia, quien ejercía el gobierno debía hacerse cargo de dos obligaciones fundamentales: garantizar el orden público y procurar el bienestar general (Mayer, 1949: 27); en pos de esos objetivos, debía apropiarse de la mayor porción de recursos, para lo cual se volvía indefectible entrar en competencia con otros Estados. La necesidad de aumentar el acceso a la riqueza, comprendida como una magnitud natural y constante, convertía al comercio en una actividad fundamental que debía ser estudiada con todo detenimiento y que debía mantenerse bajo estricto control estatal.
Estos supuestos configuraron la naciente disciplina de la Polizeiwissenshaft (von Justi, 1756), cuyos tratados más eminentes destacaban la importancia de estimular el trabajo, crear escuelas y universidades, preservar la salud del pueblo, asistir a los pobres, promover la seguridad y resguardar los recursos del país. Estos textos también resaltaban la necesidad de crear un cuerpo de funcionarios capacitados para lidiar con los múltiples problemas que la ejecución de las intervenciones estatales pudiera llegar a originar (Lindenfeld, 1997; Lluch, 1998).
La influencia del Cameralismo en el pensamiento de Smith aparece con claridad en un texto temprano titulado Lectures on Justice, Police, Revenue and Arms (1896) -en adelante LJPRA-, publicación que recoge las lecciones que el autor escocés dictara en la Universidad de Glasgow entre 1763 y 1764. En este tratado, Smith establece que el objetivo del gobernante debe ser proveer al pueblo de abundantes medios de subsistencia y suministrar al Estado suficientes rentas. Para conseguir esto, el poder de policía desempeña una función fundamental en tanto que debe garantizar la baratura y la abundancia en pos del mayor bienestar y la mayor satisfacción de las necesidades naturales de los humanos. La policía debe encargarse de organizar la división del trabajo, fomentar la extensión del comercio y regular la circulación del dinero como medida de valor y medio de intercambio. Asimismo, la policía debe atender a las diferencias que se dan entre el precio natural y el precio de mercado -cuestión a la que Smith dedicará especial atención en TWN-. La regulación de estos factores permitirá el despliegue de la civilización, la multiplicación de los productos y el acrecentamiento de la opulencia. Además, a partir del fomento del comercio y de los oficios, la policía funcionará como una forma de prevención de delitos y crímenes, cumpliendo indirectamente una función moral (Smith, 1896: 155).
Pero ya en ese texto temprano, Smith advierte sobre un peligro que encierra el sobredimensionamiento del control al comercio y puntualiza los problemas que conlleva el crecimiento desmedido de las estructuras burocráticas, especialmente en todo lo respectivo a los intercambios entre diferentes naciones. Este crecimiento es consecuencia de las decisiones tomadas por los funcionarios estatales, quienes muchas veces se abocan a obstaculizar el comercio para ocultar el hecho de que su rol podría ser prescindible (Smith, 1896: 254). Para evitar estas situaciones indeseables, Smith aboga en favor de multiplicar tanto las formas de los intercambios como los sujetos encargados de llevarlos a cabo, reduciendo de este modo la posibilidad de un exceso de control (Smith, 1896: 255).
Estas consideraciones muestran cómo ya en sus escritos tempranos, el pensamiento de Smith comienza a diferenciarse de la tendencia del Cameralismo postulando a la preservación y protección de la libertad de los intercambios económicos como la fuente efectiva de la prosperidad del Commonwealth. Al mismo tiempo, comienza a perfilar la necesidad de desconfiar del sobredimensionamiento de las estructuras estatales por considerar que el mismo entorpece el desenvolvimiento de las actividades comerciales atentando contra el normal desarrollo de la dinámica social.
¿Qué tipo de Estado necesita una sociedad de individuos libres?
Con la publicación de TWN en 1776, Smith explicita su distanciamiento de las teorías camerales. Si el objetivo de LJPRA era abogar a favor de que los diferentes ámbitos de la estructura estatal se sometieran al control policial, la propuesta de TWN apunta a describir las condiciones que debe cumplir una organización socio-política para asegurar el respeto por el orden natural de la convivencia, que no es otro que aquel que establecen las acciones espontáneas de los hombres. Por lo tanto, sostiene Smith, las reglas legales no deben trabar la libre expresión de aquellas características de la personalidad individual que conducen al mejoramiento social, es decir, no deben entorpecer la predisposición natural al establecimiento de relaciones de asociación, cooperación y solidaridad. La organización socio-política debe basarse en la consideración del libre ejercicio del interés individual (self-love) mediante la libre empresa, la libre competencia y el libre comercio, condiciones que redundarán en la solución de los problemas sociales y en la satisfacción de las necesidades colectivas.
Siguiendo esta línea, Smith denuncia a la política europea por obstaculizar las posibilidades generales del progreso con sus medidas negativas que restringen la competencia entre algunas ocupaciones -otorgando beneficios exclusivos a ciertas corporaciones y ciertos gremios- o bien la sobre estimulan -generando una distorsión en lo relativo a las ventajas y desventajas intrínsecas al desarrollo de los diferentes empleos-. Asimismo, la política también es señalada como la responsable de la proliferación de leyes que buscan regular los oficios, el domicilio, la atención a la pobreza, etc., reglamentaciones que sólo consiguen restringir la libre circulación de los trabajadores.
La crítica a los sistemas administrativo-policiales que habían sido impulsados por la teoría de la Polizeiwissenschaft encuentra en TWN una base epistémica: Smith afirma que resulta inviable la intención de regular cada detalle del universo social, de mantener bajo su control cada parte de una totalidad que, como tal, tiene por principal característica la de ser incognoscible -aspecto fundamental que ya había sido definido por el autor escocés en TMS (Smith, 1976: 237)-. En aquel texto, Smith había denunciado a aquellos mandatarios que, desplegando “un nefasto ejercicio de soberbia”, se aferran a su plan de gobierno sin considerar la posibilidad de reajustar ninguna de sus partes; éstos creen poder manejar a los miembros de la sociedad como piezas de su propio juego, pero olvidan que cada pieza tiene una lógica de movimiento que le es intrínseca y que generalmente difiere de aquella que quiere imponérsele. Este desfasaje entre los movimientos “naturales” de los individuos y el direccionamiento “artificial” que ciertos gobernantes pretenden instaurar era señalado en TMS como la causa que conduce a las sociedades hacia un destino de desorden y miseria (Smith, 1976: 233-234).
Estas consideraciones son replicadas y ampliadas en TWN, extendiéndose desde los soberanos y los príncipes a todos los hombres de Estado y funcionarios en general, a quienes Smith describe como personas propicias a la vanidad, frívolas, improductivas, descuidadas, ineficaces y parasitarias. Smith denuncia que los proyectos mercantiles emprendidos por los políticos fracasan habitualmente y que su mantenimiento resulta costoso para la sociedad pues suelen disponer de los fondos públicos con absoluto descuido persiguiendo muchas veces sólo su propio beneficio (Smith, 2007: 572).
Para solucionar los problemas que conllevan este tipo de abusos y descuidos será necesario establecer una forma de gobierno que permita dividir la autoridad entre varios miembros, los que a su vez deberán quedar sujetos a leyes generales previamente conocidas tanto por los gobernantes como por los gobernados. Sólo así se podrá asegurar las condiciones de la libertad comprendida como el objetivo de la sociedad civil.
De este modo se perfila una nueva forma de igualdad de la que el gobierno, comprendido ahora como un conjunto de instituciones agregadas a la dinámica social, no estará exento. Como cualquier otro miembro de la sociedad, el soberano deberá procurarse su sustento y cuidar del modo en el que dispone de sus recursos (Smith, 2007: 571).
Para reforzar este conjunto de ideas, Smith dedica el Libro V de TWN a detallar las funciones del Estado desde el análisis de los gastos que el cumplimiento de esas funciones suele comportar. En esos pasajes, la actividad estatal aparece reducida a tres deberes puntuales: la defensa de la sociedad de toda violencia interior o exterior, la reparación de las injusticias y la prevención de la opresión que pudieran sufrir cualquiera de sus miembros, y la provisión de la infraestructura material e institucional que los privados no quieran o no puedan financiar por sí mismos (Smith, 2007: 485). Aclarados estos objetivos, la principal preocupación de Smith ya no es definir cómo deben articularse las instituciones estatales sino estipular cómo deben financiarse los gastos que implica el mantenimiento de ellas. Por eso el autor escocés revisa con mucho detalle las distintas formas de recaudación de fondos y las causas del endeudamiento estatal.
Este tipo de consideraciones reafirma la conceptualización de la relación entre el Estado y sus habitantes anteriormente definida por el Cameralismo: las obligaciones estatales no deben limitarse a defender la sociedad de los enemigos externos y de los peligros internos; el Estado debe procurar además el acrecentamiento del bienestar general de la sociedad. En otras palabras, el deber estatal va más allá del establecimiento de la ley y de la vigilancia de su cumplimiento. El soberano debe además generar las condiciones para el incremento del bienestar general comprendido bajo la forma de la riqueza.
Pero Smith establece una diferencia sustancial respecto de la perspectiva prusiana: para lograr este objetivo, el Estado no debe funcionar en un sentido providencial. Antes bien, debe garantizar las condiciones para que la población pueda hacerse de los medios para su propia subsistencia. Y debe hacerlo asegurándose de no interferir en el grado de libertad con el que cada individuo toma sus decisiones. En este sentido, el Estado no sólo debe evitar infringir la “libertad natural” sino que también debe buscar asegurarla empleando todos sus recursos. Ya no se trata solamente de permitir que cada individuo pueda perseguir su interés particular. Será indispensable además que el Estado garantice la disponibilidad de los medios que resulten necesarios para que dicha búsqueda pueda ser llevada a cabo (Smith, 2007: 444).
Un gobierno con roles bien definidos como condición de la prosperidad
Si en LJPRA Smith subordinaba las nociones económicas a las funciones del control policial, en TWN este esquema se invierte y las funciones del control administrativo son puestas al servicio del horizonte general de la producción económica de riquezas. Sólo permanecen bajo la órbita estatal la defensa de enemigos externos y de peligros internos, la administración de justicia y la construcción y mantenimiento de caminos y canales comprendidos como circuitos que facilitan y promueven el intercambio comercial.
En esta nueva argumentación, la sociedad aparece como una existencia independiente, como el producto de relaciones sociales-comerciales que expresan operativamente el “orden natural”, el carácter espontáneo y auto engendrado que la sociedad adquiere cuando los individuos cuentan con los márgenes necesarios como para decidir libremente sobre sus acciones mercantiles y económicas. Sobre la base de esa afirmación, Smith estableció una vinculación directa entre las restricciones que se le iban imponiendo a la autoridad estatal -originadas en la desconfianza hacia todo ejercicio arbitrario del poder- y la prosperidad económica.
El derecho consuetudinario como garantía de la justicia impersonal
Smith defiende un “sistema de libertad natural” al que comprende como el resultado del libre ejercicio del interés individual que se expresa básicamente en la libertad de emprendimiento, la libertad de competencia y la libertad de comercio. Desde estos supuestos, Smith afirma que dicho ejercicio funciona como el principal impulsor del desarrollo del Commonwealth. Esta defensa manifiesta una reacción frente a las tendencias tardomedievales que pretendían mantener los sistemas de sanción de leyes sometidos a la voluntad del soberano. La chance de que un gobernante tome decisiones legislativas sin mayor justificación que el mero ejercicio de su voluntad arbitraria es señalada por Smith como la principal enemiga de la libertad y, por lo tanto, de las posibilidades del progreso colectivo. Esta situación manifiesta la peor de sus versiones cuando el gobierno se arroga el derecho de decidir sobre condiciones que afectan los intercambios mercantiles (Smith, 2007: 263).
Pero es necesario destacar que esto no implica que cualquier ley sea por sí misma opuesta a los principios liberales. Smith afirma que la concreción histórica del modo de libertad por él reivindicado sólo fue posible luego de una profunda evolución del sistema legislativo. Dicha evolución que, según el autor escocés, tuvo lugar en Inglaterra durante los 150 años que antecedieron a la publicación de TWN, consiguió anular los márgenes de arbitrariedad con los que se manejaban los soberanos tras supeditar los mecanismos de establecimiento de las normas a un conjunto de postulados cuya existencia es independiente de cualquier poder soberano: el derecho común o derecho consuetudinario (commonlaw) que se basa en los precedentes fijados por la tradición y en las expectativas generales. En ese sentido, el derecho común se diferencia del derecho legislado (statutelaw), es decir, de aquél que se justifica únicamente en la autoridad de la persona que lo establece (Cairns, 1994).
La afirmación del derecho común como principio jurídico básico cancela la posibilidad de que las normas funcionen como meras expresiones de la voluntad del soberano. A la vez, encamina el desarrollo legislativo hacia el establecimiento de un sistema de justicia que, por funcionar desde una lógica eminentemente impersonal, debe ser aceptado por todos los miembros de la sociedad sin importar la condición social o el grupo de pertenencia. Este nuevo marco institucional tiende al establecimiento de un conjunto acotado de reglas generales que reprimen las inclinaciones menos estimables de los seres humanos permitiendo al mismo tiempo la exteriorización espontánea de aquellas acciones que contribuyen el bienestar general.
La libertad aparece, entonces, ya no como la simple ausencia de impedimentos que obstaculicen el ejercicio del interés propio sino como el resultado de la aplicación efectiva de restricciones justas a todos los miembros de un Estado, sin distinción de jerarquías.
De este modo, puede verse que el énfasis dedicado por Smith a limitar el ámbito de injerencia jurídica no implica de ninguna manera que las leyes resulten prescindibles. Dicho de otra forma: cuando las reglas son arbitrarias y favorecen a grupos reducidos, el progreso de la sociedad se vuelve improbable, pero dicho progreso no sería menos improbable en una sociedad que no estuviera organizada sobre la base de ciertas restricciones. La justicia impersonal por la que Smith aboga no debe confundirse con un confinamiento del control estatal a su mínima expresión. Sin ir más lejos, el autor detalla varias situaciones en las que la reglamentación de ciertas actividades particularmente sensibles, como por ejemplo los préstamos bancarios o la emisión monetaria, resulta no sólo beneficiosa sino incluso indispensable. Para esos casos puntuales en los que puede verse involucrada la seguridad del conjunto social, Smith no sólo admite la posibilidad, sino que afirma la necesidad de restringir el ejercicio de la libertad natural (Smith, 2007: 249).
Estos señalamientos ayudan a sopesar mejor las implicancias de nociones como la de “gobierno limitado”, principio rector del nacimiento y posterior desarrollo del liberalismo clásico -como se verá en la segunda parte del presente escrito- cuya autoría suele adjudicársele a Smith (Viner, 1927). Dentro del pensamiento de autor escocés, este principio sustenta la consolidación de un orden particular que sólo alcanza a configurarse cuando los individuos son al mismo tiempo liberados para usufructuar sus talentos, pero también controlados por un conjunto de normas básicas y estrictas.
Según Smith, fue este principio surgido a partir de la desconfianza hacia el carácter arbitrario que detentaba el poder del monarca lo que permitió la erección de un sistema legal capaz tanto de proteger la propiedad y como de regular ciertas pautas básicas sin coartar las posibilidades de las fuerzas productivas, encabezando así un proceso que supo combinar las bondades de la libertad con las ventajas del control para constituirse en la causa principal de la prosperidad británica (Smith, 2007: 263).
Desde esta caracterización, distinguir entre un liberalismo económico y un liberalismo político al interior del liberalismo clásico en su versión británica resulta una operación por lo menos cuestionable. Para esta tradición, sólo aquella libertad que se despliega dentro de un marco legal regulatorio que impida el control discrecional de la actividad económica redundará en crecimiento del bienestar general. De allí que la libertad de acción resulte tan importante como la libertad de pensamiento, pues el desarrollo intelectual de una determinada población dependerá de la disponibilidad de los medios materiales.
Consideraciones parciales: la reformulación liberal de las funciones administrativas del Estado
Puede apreciarse así que la versión del liberalismo clásico británico que se deslinda de la obra de Adam Smith no demanda una abolición de las dinámicas de la administración pública, así como tampoco una reducción de la intervención del Estado a su mínima expresión posible. Antes bien, propone el establecimiento de un conjunto de tareas estatales que podría parecer acotado pero que, en relación con el la totalidad de las actividades sociales, resulta indispensable.
Podría creerse que la novedad del liberalismo de Smith consiste en adjudicarle al Estado una función eminentemente administrativa, pero esto no sería del todo correcto pues, como se señaló antes, la autoría de esa innovación le corresponde al pensamiento cameral. También podría sostenerse que el carácter innovador de la propuesta del autor escocés se manifiesta en una suerte de inversión de la tendencia absolutista que adopta la forma de una reducción de las funciones administrativas estatales. Pero esta descripción que permanece en un plano meramente técnico -y no considera implicancias políticas- resulta todavía insuficiente.
Lo que el liberalismo de Smith busca modificar no son las funciones administrativas concretas, pues aun cuando su discurso parezca otorgarle sólo un lugar marginal, el Estado sigue desempeñando una serie de acciones que resultan fundamentales para el correcto funcionamiento de las dinámicas sociales -la administración de justicia, la construcción de caminos y el mantenimiento de aquellas instituciones básicas por las que la actividad privada no llega a interesarse-. Antes bien, en lo que respecta a la administración estatal, la novedad de la propuesta smithiana se expresa en una reformulación particular a partir de la cual la función administrativa del Estado queda supeditada al funcionamiento general de la producción social.
En última instancia, lo que se invierte es la ecuación que sustentaba las prerrogativas del poder soberano: en la concepción liberal, es la sociedad la que, afirmando su condición de autónoma e independiente, cede sólo algunos de sus derechos a un Estado que debe tener mucho cuidado de no parasitar las fuerzas productivas sociales. De este modo, la Polizeiwissenshaft cameral no desaparece ni se extingue, sino que se transforma en Administración Pública. Esta disciplina deberá desarrollar tecnologías capaces de superar las restricciones reglamentaristas para fomentar que cada individuo, renunciando a la tutela estatal, se convierta en responsable de su propio bienestar. En ese sentido, las nuevas-viejas tecnologías administrativas deberán cumplir la función de garantizar que las instancias totalizadoras no sólo no interfieran con el despliegue de las perspectivas particulares, sino que además aseguren sus condiciones de posibilidad.
Teniendo presentes estas consideraciones, es necesario destacar que el carácter aparentemente reducido que reviste la administración estatal dentro de los desarrollos de Smith no debe confundirse con un relegamiento de dicha función a una posición de menor importancia. Ante la preocupación por garantizar el flujo de los intercambios comerciales, la liberalización de la oferta y la demanda resulta tan significativa como la administración de justicia, el mantenimiento de puertos y caminos, y el sostenimiento de ciertas instituciones que hacen al orden público. Estas tres funciones que Smith le adjudica al Estado resultan fundamentales para que la postulada “naturalidad del mercado” logre instalarse y mantenerse.
La administración de justicia debe funcionar como una forma de protección del fundamental derecho de la propiedad. También debe encargarse de que no se produzcan disputas sobre los derechos propietarios que puedan afectar las relaciones económicas. La construcción y mantenimiento de puentes, canales navegables, puertos y caminos, así como también las mejoras que puedan llevarse a cabo en el servicio de correo y en otros medios de comunicación resultan fundamentales para acompañar y apuntalar el crecimiento de la producción y del empleo en tanto que posibilitan el abaratamiento de los bienes que se consumen en el mercado interno y fomentan los intercambios comerciales entre naciones. Por último, el sostenimiento de ciertas instituciones de las que no puede esperarse que se haga cargo el interés privado, como por ejemplo las escuelas parroquiales, también resulta fundamental para la conservación del orden social: la educación pública debe procurar emular las condiciones de “competencia natural” del mercado en pos de preparar a sus estudiantes para desempeñarse en dentro de esas dinámicas; de allí que el sistema educativo estatal deba proveer a las personas que se encuentran en una situación desventajosa de los medios que necesitan para desarrollar su capacidad de desenvolverse adecuadamente dentro de la vida social y ganar para sí un sustento digno, condición necesaria para que la sociedad en su conjunto no se corrompa o, en otras palabras, para que las clases desfavorecidas incorporen criterios de comportamiento que alienten en desarrollo mercantil de la sociedad, criterios equivalentes y correlativos a los de las clases acomodadas (Smith, 2007: 534; Rengifo, 2009).
En resumen, el pensamiento de Adam Smith respecto del Estado muestra al menos dos facetas, una escéptica y otra afirmativa. La faceta escéptica expresa la desconfianza que despiertan en Smith los funcionarios estatales y políticos en general, particularmente aquellos que, aplicando planes de gobierno generalmente centralistas, creen perseguir el interés público cuando en realidad están haciendo todo lo contrario: al desoír, negar e incluso obstaculizan el despliegue articulado de los intereses individuales, no hacen sino atentar contra el desarrollo del Commonwealth. Pero, como se mostró en los apartados anteriores, reducir las posturas del autor escocés sobre el Estado a estas formas de rechazo comporta un error interpretativo. Para Smith, las instituciones estatales deben cumplir una serie de funciones muy precisamente delimitadas, funciones que terminan constituyéndose en condiciones de posibilidad sin las cuales los postulados del “sistema de la libertad natural” no podrán concretarse.
La concepción del Estado en el pensamiento de Friedrich Hayek
Friedrich August von Hayek (1899-1992) fue una de las voces más eminentes de la Escuela Austríaca de Pensamiento Económico, comúnmente identificada como la matriz desde la que surgieron las tendencias políticas, sociales y económicas que suelen agruparse bajo el título de “neoliberalismo” (Backhouse, 2000; Morresi, 2011; Murillo y Seoane, 2012).
En el momento en el que comenzaba a perfilarse la situación de bipolaridad geopolítica que el mundo viviría desde el final de la Segunda Guerra hasta el colapso de la Unión Soviética, voces como la de Hayek refirieron a las experiencias del nazismo alemán y del estalinismo soviético para argumentar en contra de toda organización social en la que el Estado se adjudique la prerrogativa de planificar el desarrollo de la vida económica de la sociedad. En ese sentido, gran parte de la obra de este autor puede interpretarse como una reacción frente a las dinámicas del Welfare.
El modelo estatal del Welfare desde la perspectiva hayekiana: optar entre la libertad o la servidumbre
Hayek caracteriza al Welfare como un modelo social que intenta corregir los potenciales déficits del mercado a partir de un ejercicio de carácter eminentemente intervencionista. En dicho ejercicio, el Estado deja de funcionar como una entidad neutral e imparcial encargada de administrar la justicia y de vigilar que nada interfiera los intercambios mercantiles. En lugar de eso, utiliza su poder y su autoridad para subsumir la órbita privada a la órbita pública modificando las dinámicas de desarrollo social en beneficio de un grupo particular: las masas de asalariados.
En numerosas conferencias y publicaciones, el autor austríaco acusa a la estructura estatal burocrático-keynesiana de funcionar como un obstáculo para el ejercicio de la libertad individual (Hayek, 1944, 1948 y 1960). Según estos discursos, la implementación de las políticas de subsidio y protección a ciertos sectores de la población tenía por costo la libertad que cada individuo resignaba para hacer frente a las cargas impositivas que el Estado debía establecer para sostener dicho sistema de protección social. De allí que los principios de funcionamiento del Welfare fueran para Hayek contrarios a los principios de la equidad y también a los criterios de la eficiencia productiva, pues el reaseguro de los servicios proveídos por el Estado redundaba en una falta de incentivos para la búsqueda del progreso económico por parte de cada miembro de la sociedad. Un sistema que no fomentaba el aumento de la productividad resignaba la posibilidad de acrecentar las tasas de ganancia a nivel macroeconómico, lo que repercutía negativamente en el crecimiento del Producto Bruto Interno comportando enormes perjuicios para el conjunto de todos los involucrados (Hayek, 1944 y 1948).
El principio de la competencia como garantía de la libertad
Hayek apunta su crítica hacia el planeamiento centralizado del desarrollo de la economía y de la sociedad. Las formas, los criterios y sobre todo la potestad que habilitan la toma de decisiones por parte del Estado configuran su principal preocupación. Tomando distancia de aquellas consideraciones según las cuales cualquier tipo de planificación redunda en una forma de totalitarismo (Mises, 1962; Stalebrink, 2004), Hayek afirma que la previsibilidad es una condición universalmente deseada, por lo que la necesidad de alguna forma de planificación resulta indiscutible (Hayek, 1944). Lo que debe someterse a debate es quién debe hacerse cargo de esa responsabilidad. Desde esta perspectiva, estipula dos modelos que entran en disputa: aquel en el que las actividades económicas son dirigidas y organizadas por un proyecto central diseñado de acuerdo con las opiniones particulares de un cierto grupo dirigencial y aquel en el que las decisiones económicas individuales quedan libradas a los criterios que cada miembro de la sociedad pudiera desarrollar sobre la base del conocimiento del que cada uno de ellos dispone.
El peligro que encierra el primero de estos modelos se relaciona con cuestiones ético-políticas. Hayek denuncia como falaz al argumento utilizado por los socialistas según el cual sería necesario privar a los particulares del poder de decisión para anular la posibilidad de que dicho poder termine operando en contra de los intereses de la sociedad. Según el autor austríaco, el poder ejercido por una junta de planificación central no sería mayor que el poder ejercido colectivamente por las juntas privadas. La concentración del poder de decisión en pocas manos de modo que pueda ser utilizado a favor de un solo grupo social no puede plantearse como una diferencia solamente cuantitativa. La centralización del poder administrativo posee un alcance potencialmente mayor que el de cualquier otro poder social. Además -en consonancia con algunas de las consideraciones de Adam Smith recuperadas en los apartados anteriores-, Hayek señala que cualquiera que se arrogue el derecho de decidir centralizadamente sobre los destinos de la economía social debería disponer de conocimientos detallados sobre cada situación particular. Pero en sociedades de creciente complejidad, nadie puede concentrar la totalidad de esos datos (Hayek, 1948: 519).
Una planificación centralizada sólo puede establecer disposiciones de tanto en tanto y no cotidianamente. Pero mantener los niveles de competitividad de cualquier empresa, es decir, mantener los costos por debajo del margen de ganancia, requiere de un esfuerzo constante. Para evitar que los peligros de la tiranía a la que inevitablemente conduce el control del Estado sobre las decisiones económicas, Hayek afirma la necesidad prioritaria de reducir la concentración del poder gubernamental a partir de la protección de la propiedad privada: los individuos podrán decidir qué hacer con sus vidas sólo si el control de los medios de producción se divide entre muchas voluntades independientes (Hayek, 1944: 33 y 1948: 525).
Pero sumando un planteo novedoso respecto de las argumentaciones del liberalismo clásico, Hayek agrega que, por sí sola, esa condición no resultará suficiente. Será necesario además liberalizar la competencia cuyos horizontes se ven reducidos por las diversas formas de seguridad ofrecidas por el proteccionismo estatal. Estas seguridades pueden agruparse en dos conjuntos. El primero de ellos se relaciona con la protección de un mínimo estándar de vida: alimentación, vivienda, salud y vestimenta. Hayek no encuentra razón por la cual el Estado no debiera abocarse a proteger a quienes carecen de estos bienes básicos. Tampoco cree que la organización de un sistema de seguridad social atente necesariamente contra las libertades del mercado (Hayek, 1944: 59).
El otro tipo de seguridad, empero, reviste un carácter mucho más problemático. Se trata de la seguridad dispuesta por una planificación central en pos de proteger a ciertos individuos o grupos de individuos de una eventual disminución en sus ingresos. Para Hayek, esta forma de seguridad es engañosa y, en líneas generales, injusta. Mientras que el Estado otorgue privilegios especiales a ciertos segmentos comerciales fijando los precios de las mercancías, indefectiblemente habrá explotación de unos sobre otros: si se establece que a cierto grupo de individuos le corresponde una porción fija de un total que es fluctuante, el resto de los participantes se verán afectados cuando esa fluctuación mantenga una tendencia a la baja. En este sentido, la forma de seguridad característica del modelo del Welfare pone en peligro el valor de la libertad (Hayek, 1944: 60). De allí que sólo la eliminación de las restricciones de la competencia -comprendida como “la fuerza motriz de la vida económica” (Hayek, 1948: 93)- podrá minimizar el poder que algunos individuos (las mayorías) ejercen sobre otros individuos (las minorías). Al mismo tiempo, la competencia será el mejor método para fomentar el progreso social, pues en tanto que no requiere la intervención coercitiva o arbitraria de la autoridad para asignar los recursos, garantiza la eficiencia: en una sociedad competitiva, todos sus miembros sabrán que deben sacrificar una cosa para conseguir otra. Así se prescindirá de la necesidad de un control social centralizado y se dará a los individuos la oportunidad de decidir si las perspectivas de una ocupación en particular son suficientes para compensar las desventajas que dicha ocupación traiga aparejadas.
Hayek afirma que el principio de la competencia debe defenderse a toda costa. Pero este principio no se corresponde exactamente con el laissez faire del liberalismo clásico: ya no se trata simplemente de dejar que todo aquel que lo desee pueda participar del libre juego de la oferta y la demanda; será necesario además incentivar a los individuos para que se atrevan a abandonar la seguridad y a asumir riesgos. Y además, los líderes del movimiento contra el control estatal deben ser capaces de aceptar aquello que pretenden imponer a las masas: la disciplina de un mercado competitivo (Hayek, 1948: 107). En ese sentido, el correcto funcionamiento del principio de la competencia requerirá de la generación de un marco particular: al eliminar la protección de la seguridad, los individuos se verán obligados a sacrificarse para alcanzar sus metas, a esforzarse al máximo de sus posibilidades en pos de su progreso. Por eso el principio de la competencia será el mejor medio de orientación y coordinación de los esfuerzos humanos (Hayek, 1944: 61).
En pos de lograr este resultado, será necesario elaborar un marco legal cuidadosamente estudiado. La libertad económica sólo puede ser garantizada si la planificación central es reemplazada por el imperio de la ley (rule of law). Esto significa que más allá de cualquier tecnicismo, cualquier acción gubernamental debe quedar encuadrada dentro de reglas fijas anunciadas previamente.
En una sociedad orientada por estos principios, el Estado deberá crear condiciones que fomenten la competencia, así como también desarticular los monopolios y prevenir el fraude y los engaños. Pero reconocerle este campo de acción al Estado -junto con el de la seguridad social mínima- no significa abogar a favor de un sistema mixto. Hayek destaca que, para que la competencia resulte efectiva, esta no puede convivir con ningún tipo de planificación externa que pretenda orientar la producción. Para construir un mundo mejor será necesario tener el coraje de aspirar a un nuevo comienzo, será necesario deshacerse de los obstáculos que ha vallado el camino de la humanidad y liberar la energía creativa de los individuos. Sólo de este modo quedará garantizada la libertad económica, lo que constituye la condición necesaria para que pueda existir la libertad política y cualquier otro tipo de libertad: para Hayek, ejercer libremente el derecho de elección sólo es posible si conlleva también el riesgo y la responsabilidad por su ejercicio (Hayek, 1944: 61).
Reformulando el principio del gobierno limitado: contra el monopolio estatal.
La orientación general de las críticas al Welfare que Hayek apuntó desde comienzos de la década de 1940 subyacen en la que es considerada su obra capital, Law, Legislation and Liberty, cuyo primer volumen -Rules and Order- fue publicado en 1973, año en el que el modelo social del Bienestar terminó de ingresar decididamente en un proceso de crisis.
En el tercer tomo de dicha obra -The Political Order of a Free People, publicado en 1979-, Hayek dedica especial atención a la relación entre el sector público y el sector privado. Allí, lejos de abogar en favor de un Estado mínimo, el autor austríaco afirma que toda sociedad avanzada necesita de un poder estatal capaz de recaudar fondos mediante el cobro de impuestos con el fin de proveer de un número de servicios que, por varias razones, no pueden ser adecuadamente provistos por el mercado (Hayek, 1979: 41). En tanto administrador de los recursos comunes, el Estado puede encargarse legítimamente de una amplia gama de actividades, y para ello es indispensable que ejerza su poder coercitivo con el fin de recaudar los fondos necesarios.
Sin embargo, Hayek destaca que, si bien la organización estatal es la forma más expeditiva de proveer a la sociedad de ciertos bienes, esto no implica que el Estado deba atribuirse una autoridad especial ni tampoco que sea el propio Estado quien necesariamente deba organizar estas prestaciones. El poder coercitivo no implica el monopolio estatal de los servicios básicos. Las instituciones del Estado deben permitir que las agencias privadas busquen métodos para proveer a la población de los servicios elementales sin la necesidad de involucrar el uso de poderes coercitivos (Hayek, 1979: 47).
La autoridad que se le confiere al Estado para que este pueda cumplir sus funciones en todo lo referido a la aplicación de la ley y a la defensa de amenazas externas e internas no tiene por qué extenderse a la provisión de prestaciones. Hayek afirma que las agencias estatales deben funcionar con las mismas lógicas y prerrogativas que cualquier otro servicio utilitario, e incluso bajo una vigilancia mayor debido a los poderes de coacción que desde ellas pudieran llegar a ejercerse. Por lo tanto, se vuelve necesario distinguir entre las leyes que aspiran a funcionar como normas universales de conducta y las leyes que regulan la disposición y utilización de los bienes públicos tales como los caminos o los puertos. Para este último grupo, las normas requeridas deben considerar el logro de resultados concretos -tal como ocurre en el ámbito privado-, es decir, deben tener en cuenta el objetivo de la eficiencia y el de la oportunidad, dejando de lado el ideal de justicia en cualquiera de sus acepciones. En ese sentido, los procedimientos de decisión involucrados en la prestación de servicios deben conducir a una limitación racional del volumen del gasto público. Además, los ciudadanos deben ser informados previamente sobre aquellos casos en los que se les requerirá que asuman un gasto particular para que ellos puedan determinar de antemano con sus votaciones el punto en el que deben equilibrarse las ventajas de las prestaciones estatales frente a los costos que estas suponen (Hayek, 1979: 48-49).
En última instancia, de lo que se trata es de comprender que el sector público no debe interpretarse como un conjunto de funciones o servicios reservados exclusivamente al Estado, sino como una cierta cantidad de medios materiales puestos a disposición del gobierno para la prestación de los servicios que se le han solicitado. Para ello el Estado no necesita ningún otro poder más allá de su capacidad de recaudación; la administración de estos recursos no debe contar con ningún privilegio especial y debe estar, como cualquier otra organización social, sujeta a las reglas generales de la competencia (Hayek, 1979: 47).
Uno de los mayores problemas de las democracias modernas, concluye Hayek, es que a menudo no logran mostrar que el respeto que se le debe a ley no debe traducirse en un ensalzamiento indebido del papel del Estado en tanto prestador de servicios, ni menos aún en una extensión de las prerrogativas del Estado más allá de su rol de controlador del orden (Hayek, 1979: 43).
Consideraciones parciales: problema de la democracia
En los apartados anteriores se ha mostrado cómo -en tanto representante del liberalismo neoclásico surgido antes del fin de la Segunda Guerra- Hayek equipara a la política con el ejercicio del poder y a la democracia con un mero sistema de elección de representantes. La creencia generalizada de que el procedimiento democrático garantiza que el poder estatal no se ejerza arbitrariamente resulta para el autor austríaco absolutamente infundada. Un sistema que habilite la elección de los representantes por parte de los representados sin preocuparse por anular la posibilidad de que la economía sea planificada por un poder central puede terminar funcionando como la peor de las autocracias. Por ello la democracia es caracterizada por Hayek como un obstáculo potencial para la marcha de un sistema económico cuyo funcionamiento debería reivindicar su independencia respecto de elementos externos (Hayek, 1944: 41-50, 1948: 122, 1978: 142 y 1979: 77).
El autor austríaco destaca asimismo que la coincidencia entre el liberalismo y los movimientos democráticos es sólo aparente, pues en realidad una y otra tendencia apuntan a objetivos diferentes: los defensores de la democracia se concentran en la cuestión de quién debe dirigir el gobierno; por su parte, los liberales se preocupan por definir cuáles deben ser las funciones del gobierno. Mientras que la democracia suele considerar que la opinión mayoritaria es el único criterio de legitimidad, el liberalismo exige que todo tipo de poder social -inclusive el de las mayorías- se desarrolle bajo ciertas restricciones (Hayek, 1978: 143).
El liberalismo es, por lo tanto, incompatible con la democracia ilimitada en la misma medida en que lo es con todas las otras formas de gobierno ilimitado. Inversamente, la democracia será compatible con el liberalismo sólo en tanto y en cuanto las mayorías eviten usar sus poderes para otorgar a ciertos grupos ventajas especiales a las que no pueda acceder el resto de la ciudadanía. Por eso para Hayek no sería exagerado suponer que, en el largo plazo, la democracia podría llegar a ponerse en riesgo a sí misma si abandona por completo los principios liberales, pues es de esperar que un Estado al que se le exigen tareas demasiado amplias y complejas termine adoptando metodologías centralistas y autoritarias (Hayek, 1978: 143 y 1979: 77).
Consideraciones finales: el Estado liberal como condición del “orden espontáneo”
Reconstruir críticamente ciertas nociones centrales presentes en la obra de Adam Smith y de Friedrich Hayek permite afirmar que la concepción liberal del Estado supone complejidades que van mucho más allá del rudimentario principio del laissez faire. Dicha reconstrucción muestra que la caracterización liberal de la órbita pública es más compleja e incluye más supuestos que aquellos que pudieran quedar comprendidos desde aserciones como la de “Estado mínimo” y otras afines. En esta línea, resulta pertinente preguntar si ciertas posturas antiestatistas radicalizadas (Nock, 1935; Chodorov, 1959; Rothbard, 2006) alcanzan a inscribirse efectivamente dentro el abanico de teorías liberales -tal como ellas pretenden- o si en realidad se trata de propuestas cuyas consecuencias terminan desmarcándose de la impronta liberal. Este interrogante reconduce el foco de atención hacia la ya mencionada “superabundancia de liberalismos” (Cubeddu, 1997: 138), problema que ninguna aproximación crítica a los desarrollos liberales debería pasar por alto.
Las referencias recuperadas en el presente artículo también permiten establecer semejanzas y continuidades entre las propuestas de Smith y de Hayek. En ambas perspectivas, el Estado debe defender a la ciudadanía de los enemigos externos, custodiar el cumplimiento de las normativas internas y asegurar la provisión de ciertos bienes básicos. El cumplimiento de estas funciones resulta imprescindible y fundamental para garantizar el correcto funcionamiento de las dinámicas sociales y ninguna organización puede desarrollarse sin este marco de condiciones elementales. Al mismo tiempo, ambos autores coinciden en el diagnóstico según el cual la complejidad del funcionamiento de las sociedades vuelve contraproducente la intensión de establecer una planificación centralizada de la producción social. Además, puede apreciarse cómo en ambas perspectivas la noción de igualdad es problematizada exclusivamente dentro del ámbito jurídico-formal (igualdad de derechos ante la ley) dejando de lado otros sentidos igualitaristas, como aquellos relacionados con las posibilidades de acceso a los recursos o con las tensiones producidas por las diversas formas de acumulación de riqueza.
Pero también pueden señalarse importantes diferencias y desplazamientos conceptuales entre ambos autores. En Smith, el Estado aparece como una otredad respecto de las dinámicas sociales, una instancia que, si bien debe mantenerse bajo una estricta vigilancia por parte de la sociedad, se presenta bajo una cualidad diferente: si bien el Estado debe procurarse sus fuentes de financiamiento como cualquier otro actor social, su funcionamiento interno y sus objetivos dependen de reglas distintas de las del mercado; y es justamente esa condición la que valida, legitima y vuelve necesaria su existencia. Hayek, por su parte, afirma que la competencia mercantil no sólo debe liberalizarse, sino que además debe ser fomentada por las propias lógicas de funcionamiento estatal, tanto al interior de las estructuras burocráticas como en lo que respecta a la interrelación entre el Estado y la sociedad. Por eso la garantía de igualdad ante la ley no debe incluir las eventuales formas de desigualdad económica que resulten de la aplicación del principio de la competencia. Esto obligará a los individuos a redoblar sus esfuerzos y a aumentar su productividad. La creación de un nuevo ambiente de inseguridad generalizada en favor del cual Hayek se expresa fomentará la difusión de la lógica de la empresa privada, lo que permitirá un mejor aprovechamiento de los recursos colectivos y de las capacidades individuales. De este modo se impulsará la creatividad y el emprendimiento, se mejorará la gestión de los diversos tipos de investigación y desarrollo, y se asegurará que los recursos sean utilizados desde el criterio de la eficacia y la eficiencia. Sólo cuando esas condiciones particulares estén aseguradas, el mercado alcanzará a constituirse como la forma de organización social más directa y más ágil, y podrá funcionar como el más equitativo asignador de recursos y distribuidor de resultados.
De este modo, la noción de progreso basada en la cooperación mercantil acuñada por Smith según la cual el desarrollo de lo social se lograría a partir de la liberalización de las actividades económicas se desplaza en Hayek hacia una novedosa perspectiva desde la cual las pautas de la vida colectiva deben ser empujadas hacia la lógica de la competencia ilimitada. Para ello se vuelve necesario difuminar los límites que antes diferenciaban la órbita estatal de la órbita económico-social. Hayek afirma que para lograr ese objetivo será necesario transformar los aspectos no económicos de la sociedad, será necesario alterar aquellas instancias cuyo funcionamiento no respondía originariamente a una lógica mercantil. De este modo, el mercado se configura no sólo como una instancia que nunca debe interferirse sino además como la razón que justifica la intervención del Estado en las dinámicas sociales. Este tipo de consideraciones resaltan que la crítica al modelo del Welfare no busca una desregulación absoluta del mercado, pues dicha situación conduciría a una suerte de anarquismo económico, social y moral. Antes bien, el gobierno descentralizado que propone Hayek debe funcionar como una suerte de membrana que permita la “interacción” entre el mercado y el Estado con el fin de garantizar que las reglas de juego recarguen la responsabilidad en los individuos involucrados.
Mientras que, en Smith, el Estado debe hacerse cargo de ciertas funciones necesarias pues el mercado no alcanza a interesarse por ellas, Hayek procura mostrar que con la generalización del principio de la competencia y la abolición del monopolio estatal sobre la prestación de los servicios básicos pueden generarse intereses mercantiles allí donde antes no existían. Desde esta última perspectiva, el Estado será un mero administrador que quedará supeditado a la lógica del mercado como cualquier otro actor social, pero que al mismo tiempo deberá ser responsable por el fomento y la difusión de dicha lógica. Se invierte así la relación establecida por el liberalismo clásico entre mercado y gobierno: el mercado ya no se presentará como el límite del poder estatal sino como una instancia primordial que demanda acciones gubernamentales en su favor.
Teniendo en cuenta estas continuidades y estos desplazamientos, cabe destacar que, en la propuesta de los autores aquí revisados, el liberalismo aparece como un horizonte al que debe aspirarse antes que como una condición natural que debe ser protegida y custodiada. La atención que tanto Smith como Hayek dedican a las nociones asociadas a la estatalidad deriva en la enumeración de una serie de criterios que deben realizarse para que el liberalismo sea posible, una serie de condiciones indefectibles. La construcción de la “Gran Sociedad Libre” por la que ambos abogan se presenta como un resultado sólo asequible a partir de que el Estado garantice una muy concreta y muy precisa forma de intervención en la esfera de lo social. De este modo, la erección de un Estado liberal no configura una consecuencia sino un requisito, una condición de posibilidad del “orden espontáneo”. Paradójico resultado arroja entonces esta caracterización.
En este sentido más que un ningún otro, la comprensión reducida de los principios del laissez faire y del “gobierno limitado” con el que algunas voces buscan equiparar las concepciones centrales del liberalismo supone en el mejor de los casos una falacia, cuando no una forma abiertamente engañosa de dar cuenta de la implementación de la impronta liberal.
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