Crimen y Castigo de Fedor Doctoyeski
Crimen y Castigo
Por
Fedor Mikhaïlovitch Dostoïevski
PARTE 1
CAPÍTULO 1
Una tarde extremadamente calurosa de principios de julio, un joven salió
de la reducida habitación que tenía alquilada en la callejuela de S y, con paso
lento e indeciso, se dirigió al puente K.
Había tenido la suerte de no encontrarse con su patrona en la escalera.
Su cuartucho se hallaba bajo el tejado de un gran edificio de cinco pisos y,
más que una habitación, parecía una alacena. En cuanto a la patrona, que le
había alquilado el cuarto con servicio y pensión, ocupaba un departamento del
piso de abajo; de modo que nuestro joven, cada vez que salía, se veía obligado
a pasar por delante de la puerta de la cocina, que daba a la escalera y estaba
casi siempre abierta de par en par. En esos momentos experimentaba
invariablemente una sensación ingrata de vago temor, que le humillaba y daba
a su semblante una expresión sombría. Debía una cantidad considerable a la
patrona y por eso temía encontrarse con ella. No es que fuera un cobarde ni un
hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún
tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba en la
hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado,
que no sólo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación
con sus semejantes. La pobreza le abrumaba. Sin embargo, últimamente esta
miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven había renunciado a
todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera
abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para oír sandeces y
vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y tener que contestar con
evasivas, excusas, embustes…No, más valía deslizarse por la escalera como
un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con
su acreedora le llenó de asombro cuando se vio en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un
negocio tan audaz! —pensó con una sonrisa extraña—. Sí, el hombre lo tiene
todo al alcance de la mano, y, como buen holgazán, deja que todo pase ante
sus mismas narices…Esto es ya un axioma…Es chocante que lo que más
temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí,
eso es lo que más los altera… ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras
divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo que me
lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar conmigo
mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando…Tonterías…
Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz
de hacer…"eso"? ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? De ningún
modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una fantasía que me
divierte…Un juego, sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los
andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor
especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios para
alquilar una casa en el campo, todo esto aumentaba la tensión de los nervios,
ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas,
abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban
a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible cuadro. Una
expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del joven. Era,
dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido, de una talla que
rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos
magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en
una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o, más
exactamente, sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella
costumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba
cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que
estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo
vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes
andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en que
nuestro joven habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos
amontonados en aquellos callejones y callejuelas del centro de Petersburgo
ponían en el cuadro tintes tan singulares, que ni la figura más chocante podía
llamar a nadie la atención.
Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un desprecio tan feroz
hacia todo, que, a pesar de su altivez natural un tanto ingenua, exhibía sus
harapos sin rubor alguno. Otra cosa habría sido si se hubiese encontrado con
alguna persona conocida o algún viejo camarada, cosa que procuraba evitar.
Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó nerviosamente la mano al
sombrero cuando un borracho al que transportaban, no se sabe adónde ni por
qué, en una carreta vacía que arrastraban al trote dos grandes caballos, le dijo a
voz en grito:
—¡Eh, tú, sombrerero alemán!
Era un sombrero de copa alta, circular, descolorido por el uso, agujereado,
cubierto de manchas, de bordes desgastados y lleno de abolladuras. Sin
embargo, no era la vergüenza, sino otro sentimiento, muy parecido al terror, lo
que se había apoderado del joven.
—Lo sabía —murmuró en su turbación—, lo presentía. Nada hay peor que
esto. Una nadería, una insignificancia, puede malograr todo el negocio. Sí, este
sombrero llama la atención; es tan ridículo, que atrae las miradas. El que va
vestido con estos pingajos necesita una gorra, por vieja que sea; no esta cosa
tan horrible. Nadie lleva un sombrero como éste. Se me distingue a una versta
a la redonda. Te recordarán. Esto es lo importante: se acordarán de él, andando
el tiempo, y será una pista…Lo cierto es que hay que llamar la atención lo
menos posible. Los pequeños detalles…Ahí está el quid. Eso es lo que acaba
por perderle a uno…
No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que
tenía que dar desde la puerta de su casa; exactamente setecientos treinta. Los
había contado un día, cuando la concepción de su proyecto estaba aún
reciente. Entonces ni él mismo creía en su realización. Su ilusoria audacia, a la
vez sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios. Ahora,
transcurrido un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de
sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su irresolución,
se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar suyo, a llamar «negocio» a
aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo,
aunque siguiera dudando de sí mismo.
Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada
paso que daba. Con el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un
temblor nervioso, llegó, al fin, a un inmenso edificio, una de cuyas fachadas
daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido en infinidad de
pequeños departamentos habitados por modestos artesanos de toda especie:
sastres, cerrajeros…Había allí cocineras, alemanes, prostitutas, funcionarios
de ínfima categoría. El ir y venir de gente era continuo a través de las puertas
y de los dos patios del inmueble. Lo guardaban tres o cuatro porteros, pero
nuestro joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno.
Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha, estrecha y
oscura como era propio de una escalera de servicio. Pero estos detalles eran
familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no le disgustaban: en aquella
oscuridad no había que temer a las miradas de los curiosos.
«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a llevar a cabo
de verdad el "negocio"?», pensó involuntariamente al llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el oficio de
mozos y estaban sacando los muebles de un departamento ocupado —el joven
lo sabía— por un funcionario alemán casado.
«Ya que este alemán se muda —se dijo el joven—, en este rellano no habrá
durante algún tiempo más inquilino que la vieja. Esto está más que bien.»
Llamó a la puerta de la vieja. La campanilla resonó tan débilmente, que se
diría que era de hojalata y no de cobre. Así eran las campanillas de los
pequeños departamentos en todos los grandes edificios semejantes a aquél.
Pero el joven se había olvidado ya de este detalle, y el tintineo de la
campanilla debió de despertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se
estremeció. La debilidad de sus nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha abertura,
la inquilina observó al intruso con evidente desconfianza. Sólo se veían sus
ojillos brillando en la sombra. Al ver que había gente en el rellano, se
tranquilizó y abrió la puerta. El joven franqueó el umbral y entró en un
vestíbulo oscuro, dividido en dos por un tabique, tras el cual había una
minúscula cocina. La vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer
menuda, reseca, de unos sesenta años, con una nariz puntiaguda y unos ojos
chispeantes de malicia. Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un
rubio desvaído y con sólo algunas hebras grises, estaban embadurnados de
aceite. Un viejo chal de franela rodeaba su cuello, largo y descarnado como
una pata de pollo, y, a pesar del calor, llevaba sobre los hombros una pelliza,
pelada y amarillenta. La tos la sacudía a cada momento. La vieja gemía. El
joven debió de mirarla de un modo algo extraño, pues los menudos ojos
recobraron su expresión de desconfianza.
—Raskolnikof, estudiante. Vine a su casa hace un mes —barbotó
rápidamente, inclinándose a medias, pues se había dicho que debía mostrarse
muy amable.
—Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente —articuló la vieja,
sin dejar de mirarlo con una expresión de recelo.
—Bien; pues he venido para un negocillo como aquél —dijo Raskolnikof,
un tanto turbado y sorprendido por aquella desconfianza.
«Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez», pensó,
desagradablemente impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar. Después indicó al visitante la
puerta de su habitación, mientras se apartaba para dejarle pasar.
—Entre, muchacho.
La reducida habitación donde fue introducido el joven tenía las paredes
revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían ante sus ventanas,
adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol poniente
iluminaba la habitación.
«Entonces —se dijo de súbito Raskolnikof—, también, seguramente lucirá
un sol como éste.»
Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el
menor detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de particular. El
mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de
respaldo curvado, una mesa ovalada colocada ante el sofá, un tocador con
espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún
valor, que representaban señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la
mano. Esto era todo.
En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de
limpieza.
«Esto es obra de Lisbeth», pensó el joven.
Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el
departamento.
«Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una
limpieza semejante», se dijo Raskolnikof. Y dirigió, con curiosidad y al
soslayo, una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la
segunda habitación, también sumamente reducida, donde estaban la cama y la
cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había
más piezas en el departamento.
—¿Qué desea usted? —preguntó ásperamente la vieja, que, apenas había
entrado en la habitación, se había plantado ante él para mirarle frente a frente.
—Vengo a empeñar esto.
Y sacó del bolsillo un viejo reloj de plata, en cuyo dorso había un grabado
que representaba el globo terrestre y del que pendía una cadena de acero.
—¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le presté! El plazo
terminó hace tres días.
—Le pagaré los intereses de un mes más. Tenga paciencia.
—¡Soy yo quien ha de decidir tener paciencia o vender inmediatamente el
objeto empeñado, jovencito!
—¿Me dará una buena cantidad por el reloj, Alena Ivanovna?
—¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen
amigo. La vez pasada le di dos hermosos billetes por un anillo que podía
obtenerse nuevo en una joyería por sólo rublo y medio.
—Deme cuatro rublos y lo desempeñaré. Es un recuerdo de mi padre.
Recibiré dinero de un momento a otro.
—Rublo y medio, y le descontaré los intereses.
—¡Rublo y medio! —exclamó el joven.
—Si no le parece bien, se lo lleva.
Y la vieja le devolvió el reloj. Él lo cogió y se dispuso a salir, indignado;
pero, de pronto, cayó en la cuenta de que la vieja usurera era su último recurso
y de que había ido allí para otra cosa.
—Venga el dinero —dijo secamente.
La vieja sacó unas llaves del bolsillo y pasó a la habitación inmediata.
Al quedar a solas, el joven empezó a reflexionar, mientras aguzaba el oído.
Hacía deducciones. Oyó abrir la cómoda.
«Sin duda, el cajón de arriba —dedujo—. Lleva las llaves en el bolsillo
derecho. Un manojo de llaves en un anillo de acero. Hay una mayor que las
otras y que tiene el paletón dentado. Seguramente no es de la cómoda. Por lo
tanto, hay una caja, tal vez una caja de caudales. Las llaves de las cajas de
caudales suelen tener esa forma… ¡Ah, qué innoble es todo esto!»
La vieja reapareció.
—Aquí tiene, amigo mío. A diez kopeks por rublo y por mes, los intereses
del rublo y medio son quince kopeks, que cobro por adelantado. Además, por
los dos rublos del préstamo anterior he de descontar veinte kopeks para el mes
que empieza, lo que hace un total de treinta y cinco kopeks. Por lo tanto, usted
ha de recibir por su reloj un rublo y quince kopeks. Aquí los tiene.
—Así, ¿todo ha quedado reducido a un rublo y quince kopeks?
—Exactamente.
El joven cogió el dinero. No quería discutir. Miraba a la vieja y no
mostraba ninguna prisa por marcharse. Parecía deseoso de hacer o decir algo,
aunque ni él mismo sabía exactamente qué.
—Es posible, Alena Ivanovna, que le traiga muy pronto otro objeto de
plata…Una bonita pitillera que le presté a un amigo. En cuanto me la
devuelva…
Se detuvo, turbado.
—Ya hablaremos cuando la traiga, amigo mío.
—Entonces, adiós… ¿Está usted siempre sola aquí? ¿No está nunca su
hermana con usted? —preguntó en el tono más indiferente que le fue posible,
mientras pasaba al vestíbulo.
—¿A usted qué le importa?
—No lo he dicho con ninguna intención…Usted en seguida…Adiós, Alena
Ivanovna.
Raskolnikof salió al rellano, presa de una turbación creciente. Al bajar la
escalera se detuvo varias veces, dominado por repentinas emociones. Al fin,
ya en la calle, exclamó:
—¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es posible que yo…?
No, todo ha sido una necedad, un absurdo —afirmó resueltamente—. ¿Cómo
ha podido llegar a mi espíritu una cosa tan atroz? No me creía tan miserable.
Todo esto es repugnante, innoble, horrible. ¡Y yo he sido capaz de estar todo
un mes pen…!
Pero ni palabras ni exclamaciones bastaban para expresar su turbación. La
sensación de profundo disgusto que le oprimía y le ahogaba cuando se dirigía
a casa de la vieja era ahora sencillamente insoportable. No sabía cómo librarse
de la angustia que le torturaba. Iba por la acera como embriagado: no veía a
nadie y tropezaba con todos. No se recobró hasta que estuvo en otra calle. Al
levantar la mirada vio que estaba a la puerta de una taberna. De la acera partía
una escalera que se hundía en el subsuelo y conducía al establecimiento. De él
salían en aquel momento dos borrachos. Subían la escalera apoyados el uno en
el otro e injuriándose. Raskolnikof bajó la escalera sin vacilar. No había
entrado nunca en una taberna, pero entonces la cabeza le daba vueltas y la sed
le abrasaba. Le dominaba el deseo de beber cerveza fresca, en parte para llenar
su vacío estómago, ya que atribuía al hambre su estado. Se sentó en un rincón
oscuro y sucio, ante una pringosa mesa, pidió cerveza y se bebió un vaso con
avidez.
Al punto experimentó una impresión de profundo alivio. Sus ideas
parecieron aclararse.
«Todo esto son necedades —se dijo, reconfortado—. No había motivo para
perder la cabeza. Un trastorno físico, sencillamente. Un vaso de cerveza, un
trozo de galleta, y ya está firme el espíritu, y el pensamiento se aclara, y la
voluntad renace. ¡Cuánta nimiedad!»
Sin embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba contento como
el hombre que se ha librado de pronto de una carga espantosa, y recorrió con
una mirada amistosa a las personas que le rodeaban. Pero en lo más hondo de
su ser presentía que su animación, aquel resurgir de su esperanza, era algo
enfermizo y ficticio. La taberna estaba casi vacía. Detrás de los dos borrachos
con que se había cruzado Raskolnikof había salido un grupo de cinco
personas, entre ellas una muchacha. Llevaban una armónica. Después de su
marcha, el local quedó en calma y pareció más amplio.
En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un individuo
algo embriagado, un pequeño burgués a juzgar por su apariencia, que estaba
tranquilamente sentado ante una botella de cerveza. Tenía un amigo al lado, un
hombre alto y grueso, de barba gris, que dormitaba en el banco,
completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría los
brazos, empezaba a castañetear los dedos, mientras movía el busto sin
levantarse de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda tonadilla,
haciendo esfuerzos para recordar las palabras.
Durante un año entero acaricié a mi mujer…Duran…te un año entero a…
ca…ricié a mi mu…jer.
O:
En la Podiatcheskaia me he vuelto a encontrar con mi antigua…
Pero nadie daba muestras de compartir su buen humor. Su taciturno
compañero observaba estas explosiones de alegría con gesto desconfiado y
casi hostil.
El tercer cliente tenía la apariencia de un funcionario retirado. Estaba
sentado aparte, ante un vaso que se llevaba de vez en cuando a la boca,
mientras lanzaba una mirada en torno de él. También este hombre parecía
presa de cierta agitación interna.
CAPÍTULO 2
Raskolnikof no estaba acostumbrado al trato con la gente y, como ya
hemos dicho últimamente incluso huía de sus semejantes. Pero ahora se sintió
de pronto atraído hacia ellos. En su ánimo acababa de producirse una especie
de revolución. Experimentaba la necesidad de ver seres humanos. Estaba tan
hastiado de las angustias y la sombría exaltación de aquel largo mes que
acababa de vivir en la más completa soledad, que sentía la necesidad de
tonificarse en otro mundo, cualquiera que fuese y aunque sólo fuera por unos
instantes. Por eso estaba a gusto en aquella taberna, a pesar de la suciedad que
en ella reinaba. El tabernero estaba en otra dependencia, pero hacía frecuentes
apariciones en la sala. Cuando bajaba los escalones, eran sus botas, sus
elegantes botas bien lustradas y con anchas vueltas rojas, lo que primero se
veía. Llevaba una blusa y un chaleco de satén negro lleno de mugre, e iba sin
corbata. Su rostro parecía tan cubierto de aceite como un candado. Un
muchacho de catorce años estaba sentado detrás del mostrador; otro más joven
aún servía a los clientes. Trozos de cohombro, panecillos negros y rodajas de
pescado se exhibían en una vitrina que despedía un olor infecto. El calor era
insoportable. La atmósfera estaba tan cargada de vapores de alcohol, que daba
la impresión de poder embriagar a un hombre en cinco minutos.
A veces nos ocurre que personas a las que no conocemos nos inspiran un
interés súbito cuando las vemos por primera vez, incluso antes de cruzar una
palabra con ellas. Esta impresión produjo en Raskolnikof el cliente que
permanecía aparte y que tenía aspecto de funcionario retirado. Algún tiempo
después, cada vez que se acordaba de esta primera impresión, Raskolnikof la
atribuía a una especie de presentimiento. Él no quitaba ojo al supuesto
funcionario, y éste no sólo no cesaba de mirarle, sino que parecía ansioso de
entablar conversación con él. A las demás personas que estaban en la taberna,
sin excluir al tabernero, las miraba con un gesto de desagrado, con una especie
de altivo desdén, como a personas que considerase de una esfera y de una
educación demasiado inferiores para que mereciesen que él les dirigiera la
palabra.
Era un hombre que había rebasado los cincuenta, robusto y de talla media.
Sus escasos y grises cabellos coronaban un rostro de un amarillo verdoso,
hinchado por el alcohol. Entre sus abultados párpados fulguraban dos ojillos
encarnizados pero llenos de vivacidad. Lo que más asombraba de aquella
fisonomía era la vehemencia que expresaba —y acaso también cierta finura y
un resplandor de inteligencia—, pero por su mirada pasaban relámpagos de
locura. Llevaba un viejo y desgarrado frac, del que sólo quedaba un botón, que
mantenía abrochado, sin duda con el deseo de guardar las formas. Un chaleco
de nanquín dejaba ver un plastrón ajado y lleno de manchas. No llevaba barba,
esa barba característica del funcionario, pero no se había afeitado hacía
tiempo, y una capa de pelo recio y azulado invadía su mentón y sus carrillos.
Sus ademanes tenían una gravedad burocrática, pero parecía profundamente
agitado. Con los codos apoyados en la grasienta mesa, introducía los dedos en
su cabello, lo despeinaba y se oprimía la cabeza con ambas manos, dando
visibles muestras de angustia. Al fin miró a Raskolnikof directamente y dijo,
en voz alta y firme:
—Señor: ¿puedo permitirme dirigirme a usted para conversar en buena
forma? A pesar de la sencillez de su aspecto, mi experiencia me induce a ver
en usted un hombre culto y no uno de esos individuos que van de taberna en
taberna. Yo he respetado siempre la cultura unida a las cualidades del corazón.
Soy consejero titular: Marmeladof, consejero titular. ¿Puedo preguntarle si
también usted pertenece a la administración del Estado?
—No: estoy estudiando —repuso el joven, un tanto sorprendido por aquel
lenguaje ampuloso y también al verse abordado tan directamente, tan a
quemarropa, por un desconocido. A pesar de sus recientes deseos de compañía
humana, fuera cual fuere, a la primera palabra que Marmeladof le había
dirigido había experimentado su habitual y desagradable sentimiento de
irritación y repugnancia hacia toda persona extraña que intentaba ponerse en
relación con él.
—Es decir, que es usted estudiante, o tal vez lo ha sido —exclamó
vivamente el funcionario—. Exactamente lo que me había figurado. He aquí el
resultado de mi experiencia, señor, de mi larga experiencia.
Se llevó la mano a la frente con un gesto de alabanza para sus prendas
intelectuales.
—Usted es hombre de estudios…Pero permítame…
Se levantó, vaciló, cogió su vaso y fue a sentarse al lado del joven. Aunque
embriagado, hablaba con soltura y vivacidad. Sólo de vez en cuando se le
trababa la lengua y decía cosas incoherentes. Al verle arrojarse tan ávidamente
sobre Raskolnikof, cualquiera habría dicho que también él llevaba un mes sin
desplegar los labios.
—Señor —siguió diciendo en tono solemne—, la pobreza no es un vicio:
esto es una verdad incuestionable. Pero también es cierto que la embriaguez
no es una virtud, cosa que lamento. Ahora bien, señor; la miseria sí que es un
vicio. En la pobreza, uno conserva la nobleza de sus sentimientos innatos; en
la indigencia, nadie puede conservar nada noble. Con el indigente no se
emplea el bastón, sino la escoba, pues así se le humilla más, para arrojarlo de
la sociedad humana. Y esto es justo, porque el indigente se ultraja a sí mismo.
He aquí el origen de la embriaguez, señor. El mes pasado, el señor
Lebeziatnikof golpeó a mi mujer, y mi mujer, señor, no es como yo en modo
alguno. ¿Comprende? Permítame hacerle una pregunta. Simple curiosidad.
¿Ha pasado usted alguna noche en el Neva, en una barca de heno?
—No, nunca me he visto en un trance así —repuso Raskolnikof.
—Pues bien, yo sí que me he visto. Ya llevo cinco noches durmiendo en el
Neva.
Llenó su vaso, lo vació y quedó en una actitud soñadora. En efecto, briznas
de heno se veían aquí y allá, sobre sus ropas y hasta en sus cabellos. A juzgar
por las apariencias, no se había desnudado ni lavado desde hacía cinco días.
Sus manos, gruesas, rojas, de uñas negras, estaban cargadas de suciedad.
Todos los presentes le escuchaban, aunque con bastante indiferencia. Los
chicos se reían detrás del mostrador. El tabernero había bajado expresamente
para oír a aquel tipo. Se sentó un poco aparte, bostezando con indolencia, pero
con aire de persona importante. Al parecer, Marmeladof era muy conocido en
la casa. Ello se debía, sin duda, a su costumbre de trabar conversación con
cualquier desconocido que encontraba en la taberna, hábito que se convierte en
verdadera necesidad, especialmente en los alcohólicos que se ven juzgados
severamente, e incluso maltratados, en su propia casa. Así, tratan de
justificarse ante sus compañeros de orgía y, de paso, atraerse su consideración.
—Pero di, so fantoche —exclamó el patrón, con voz potente—. ¿Por qué
no trabajas? Si eres funcionario, ¿por qué no estás en una oficina del Estado?
—¿Que por qué no estoy en una oficina, señor? —dijo Marmeladof,
dirigiéndose a Raskolnikof, como si la pregunta la hubiera hecho éste— ¿Dice
usted que por qué no trabajo en una oficina? ¿Cree usted que esta impotencia
no es un sufrimiento para mí? ¿Cree usted que no sufrí cuando el señor
Lebeziatnikof golpeó a mi mujer el mes pasado, en un momento en que yo
estaba borracho perdido? Dígame, joven: ¿no se ha visto usted en el caso…en
el caso de tener que pedir un préstamo sin esperanza?
—Sí…Pero ¿qué quiere usted decir con eso de «sin esperanza»?
—Pues, al decir «sin esperanza», quiero decir «sabiendo que va uno a un
fracaso». Por ejemplo, usted está convencido por anticipado de que cierto
señor, un ciudadano íntegro y útil a su país, no le prestará dinero nunca y por
nada del mundo… ¿Por qué se lo ha de prestar, dígame? Él sabe perfectamente
que yo no se lo devolvería jamás. ¿Por compasión? El señor Lebeziatnikof,
que está siempre al corriente de las ideas nuevas, decía el otro día que la
compasión está vedada a los hombres, incluso para la ciencia, y que así ocurre
en Inglaterra, donde impera la economía política. ¿Cómo es posible, dígame,
que este hombre me preste dinero? Pues bien, aun sabiendo que no se le puede
sacar nada, uno se pone en camino y…
—Pero ¿por qué se pone en camino? —le interrumpió Raskolnikof.
—Porque uno no tiene adónde ir, ni a nadie a quien dirigirse. Todos los
hombres necesitan saber adónde ir, ¿no? Pues siempre llega un momento en
que uno siente la necesidad de ir a alguna parte, a cualquier parte. Por eso,
cuando mi hija única fue por primera vez a la policía para inscribirse, yo la
acompañé… (porque mi hija está registrada como…) —añadió entre
paréntesis, mirando al joven con expresión un tanto inquieta—. Eso no me
importa, señor —se apresuró a decir cuando los dos muchachos se echaron a
reír detrás del mostrador, e incluso el tabernero no pudo menos de sonreír—.
Eso no me importa. Los gestos de desaprobación no pueden turbarme, pues
esto lo sabe todo el mundo, y no hay misterio que no acabe por descubrirse. Y
yo miro estas cosas no con desprecio, sino con resignación… ¡Sea, sea, pues!
Ecce Homo. Óigame, joven: ¿podría usted…? No, hay que buscar otra
expresión más fuerte, más significativa. ¿Se atrevería usted a afirmar,
mirándome a los ojos, que no soy un puerco?
El joven no contestó.
—Bien —dijo el orador, y esperó con un aire sosegado y digno el fin de las
risas que acababan de estallar nuevamente—. Bien, yo soy un puerco y ella
una dama. Yo parezco una bestia, y Catalina Ivanovna, mi esposa, es una
persona bien educada, hija de un oficial superior. Demos por sentado que yo
soy un granuja y que ella posee un gran corazón, sentimientos elevados y una
educación perfecta. Sin embargo… ¡Ah, si ella se hubiera compadecido de mí!
Y es que los hombres tenemos necesidad de ser compadecidos por alguien.
Pues bien, Catalina Ivanovna, a pesar de su grandeza de alma, es injusta…,
aunque yo comprendo perfectamente que cuando me tira del pelo lo hace por
mi bien. Te repito sin vergüenza, joven; ella me tira del pelo —insistió en un
tono más digno aún, al oír nuevas risas—. ¡Ah, Dios mío! Si ella, solamente
una vez…Pero, ¡bah!, vanas palabras…No hablemos más de esto…Pues es lo
cierto que mi deseo se ha visto satisfecho más de una vez; sí, más de una vez
me han compadecido. Pero mi carácter…Soy un bruto rematado.
—De acuerdo —observó el tabernero, bostezando.
Marmeladof dio un fuerte puñetazo en la mesa.
—Sí, un bruto…Sepa usted, señor, que me he bebido hasta sus medias. No
los zapatos, entiéndame, pues, en medio de todo, esto sería una cosa en cierto
modo natural; no los zapatos, sino las medias. Y también me he bebido su
esclavina de piel de cabra, que era de su propiedad, pues se la habían regalado
antes de nuestro casamiento. Entonces vivíamos en un helado cuchitril. Es
invierno; ella se enfría; empieza a toser y a escupir sangre. Tenemos tres niños
pequeños, y Catalina Ivanovna trabaja de sol a sol. Friega, lava la ropa, lava a
los niños. Está acostumbrada a la limpieza desde su más tierna infancia…Todo
esto con un pecho delicado, con una predisposición a la tisis. Yo lo siento de
veras. ¿Creen que no lo siento? Cuanto más bebo, más sufro. Por eso, para
sentir más, para sufrir más, me entrego a la bebida. Yo bebo para sufrir más
profundamente.
Inclinó la cabeza con un gesto de desesperación.
—Joven —continuó mientras volvía a erguirse—, creo leer en su
semblante la expresión de un dolor. Apenas le he visto entrar, he tenido esta
impresión. Por eso le he dirigido la palabra. Si le cuento la historia de mi vida
no es para divertir a estos ociosos, que, además, ya la conocen, sino porque
deseo que me escuche un hombre instruido. Sepa usted, pues, que mi esposa se
educó en un pensionado aristocrático provincial, y que el día en que salió bailó
la danza del chal ante el gobernador de la provincia y otras altas
personalidades. Fue premiada con una medalla de oro y un diploma. La
medalla…se vendió hace tiempo. En cuanto al diploma, mi esposa lo tiene
guardado en su baúl. Últimamente se lo enseñaba a nuestra patrona. Aunque
estaba a matar con esta mujer, lo hacía porque experimentaba la necesidad de
vanagloriarse ante alguien de sus éxitos pasados y de evocar sus tiempos
felices. Yo no se lo censuro, pues lo único que tiene son estos recuerdos: todo
lo demás se ha desvanecido…Sí, es una dama enérgica, orgullosa, intratable.
Se friega ella misma el suelo y come pan negro, pero no toleraría de nadie la
menor falta de respeto. Aquí tiene usted explicado por qué no consintió las
groserías de Lebeziatnikof; y cuando éste, para vengarse, le pegó ella tuvo que
guardar cama, no a causa de los golpes recibidos, sino por razones de orden
sentimental. Cuando me casé con ella, era viuda y tenía tres hijos de corta
edad. Su primer matrimonio había sido de amor. El marido era un oficial de
infantería con el que huyó de la casa paterna. Catalina adoraba a su marido,
pero él se entregó al juego, tuvo asuntos con la justicia y murió. En los últimos
tiempos, él le pegaba. Ella no se lo perdonó, lo sé positivamente; sin embargo,
incluso ahora llora cuando lo recuerda, y establece entre él y yo
comparaciones nada halagadoras para mi amor propio; pero yo la dejo, porque
así ella se imagina, al menos, que ha sido algún día feliz. Después de la muerte
de su marido, quedó sola con sus tres hijitos en una región lejana y salvaje,
donde yo me encontraba entonces. Vivía en una miseria tan espantosa, que yo,
que he visto los cuadros más tristes, no me siento capaz de describirla. Todos
sus parientes la habían abandonado. Era orgullosa, demasiado orgullosa. Fue
entonces, señor, entonces, como ya le he dicho, cuando yo, viudo también y
con una hija de catorce años, le ofrecí mi mano, pues no podía verla sufrir de
aquel modo. El hecho de que siendo una mujer instruida y de una familia
excelente aceptara casarse conmigo, le permitirá comprender a qué extremo
llegaba su miseria. Aceptó llorando, sollozando, retorciéndose las manos; pero
aceptó. Y es que no tenía adónde ir. ¿Se da usted cuenta, señor, se da usted
cuenta exacta de lo que significa no tener dónde ir? No, usted no lo puede
comprender todavía…Durante un año entero cumplí con mi deber
honestamente, santamente, sin probar eso —y señalaba con el dedo la media
botella que tenía delante—, pues yo soy un hombre de sentimientos. Pero no
conseguí atraérmela. Entre tanto, quedé cesante, no por culpa mía, sino a causa
de ciertos cambios burocráticos. Entonces me entregué a la bebida…Ya hace
año y medio que, tras mil sinsabores y peregrinaciones continuas, nos
instalamos en esta capital magnífica, embellecida por incontables
monumentos. Aquí encontré un empleo, pero pronto lo perdí. ¿Comprende,
señor? Esta vez fui yo el culpable: ya me dominaba el vicio de la bebida.
Ahora vivimos en un rincón que nos tiene alquilado Amalia Ivanovna
Lipevechsel. Pero ¿cómo vivimos, cómo pagamos el alquiler? Eso lo ignoro.
En la casa hay otros muchos inquilinos: aquello es un verdadero infierno.
Entre tanto, la hija que tuve de mi primera mujer ha crecido. En cuanto a lo
que su madrastra la ha hecho sufrir, prefiero pasarlo por alto. Pues Catalina
Ivanovna, a pesar de sus sentimientos magnánimos, es una mujer irascible e
incapaz de contener sus impulsos…Sí, así es. Pero ¿a qué mencionar estas
cosas? Ya comprenderá usted que Sonia no ha recibido una educación
esmerada. Hace muchos años intenté enseñarle geografía e historia universal,
pero como yo no estaba muy fuerte en estas materias y, además, no teníamos
buenos libros, pues los libros que hubiéramos podido tener…, pues…, ¡bueno,
ya no los teníamos!, se acabaron las lecciones. Nos quedamos en Ciro, rey de
los persas. Después leyó algunas novelas, y últimamente Lebeziatnikof le
prestó La Fisiología, de Lewis. Conoce usted esta obra, ¿verdad? A ella le
pareció muy interesante, e incluso nos leyó algunos pasajes en voz alta. A esto
se reduce su cultura intelectual. Ahora, señor, me dirijo a usted, por mi propia
iniciativa, para hacerle una pregunta de orden privado. Una muchacha pobre
pero honesta, ¿puede ganarse bien la vida con un trabajo honesto? No ganará
ni quince kopeks al día, señor mío, y eso trabajando hasta la extenuación, si es
honesta y no posee ningún talento. Hay más: el consejero de Estado Klopstock
Iván Ivanovitch…, ¿ha oído usted hablar de él…?, no solamente no ha pagado
a Sonia media docena de camisas de Holanda que le encargó, sino que la
despidió ferozmente con el pretexto de que le había tomado mal las medidas y
el cuello le quedaba torcido.
»Y los niños, hambrientos…
»Catalina Ivanovna va y viene por la habitación, retorciéndose las manos,
las mejillas teñidas de manchas rojas, como es propio de la enfermedad que
padece. Exclama:
»—En esta casa comes, bebes, estás bien abrigado, y lo único que haces es
holgazanear.
»Y yo le pregunto: ¿qué podía beber ni comer, cuando incluso los niños
llevaban más de tres días sin probar bocado? En aquel momento, yo estaba
acostado y, no me importa decirlo, borracho. Pude oír una de las respuestas
que mi hija (tímida, voz dulce, rubia, delgada, pálida carita) daba a su
madrastra.
»—Yo no puedo hacer eso, Catalina Ivanovna.
»Ha de saber que Daría Frantzevna, una mala mujer a la que la policía
conoce perfectamente, había venido tres veces a hacerle proposiciones por
medio de la dueña de la casa.
»—Yo no puedo hacer eso —repitió, remedándola, Catalina Ivanovna—.
¡Vaya un tesoro para que lo guardes con tanto cuidado!
»Pero no la acuse, señor. No se daba cuenta del alcance de sus palabras.
Estaba trastornada, enferma. Oía los gritos de los niños hambrientos y,
además, su deseo era mortificar a Sonia, no inducirla…Catalina Ivanovna es
así. Cuando oye llorar a los niños, aunque sea de hambre, se irrita y les pega.
»Eran cerca de las cinco cuando, de pronto, vi que Sonetchka se levantaba,
se ponía un pañuelo en la cabeza, cogía un chal y salía de la habitación. Eran
más de las ocho cuando regresó. Entró, se fue derecha a Catalina Ivanovna y,
sin desplegar los labios, depositó ante ella, en la mesa, treinta rublos. No
pronunció ni una palabra, ¿sabe usted?, no miró a nadie; se limitó a coger
nuestro gran chal de paño verde (tenemos un gran chal de paño verde que es
propiedad común), a cubrirse con él la cabeza y el rostro y a echarse en la
cama, de cara a la pared. Leves estremecimientos recorrían sus frágiles
hombros y todo su cuerpo…Y yo seguía acostado, ebrio todavía. De pronto,
joven, de pronto vi que Catalina Ivanovna, también en silencio, se acercaba a
la cama de Sonetchka. Le besó los pies, los abrazó y así pasó toda la noche,
sin querer levantarse. Al fin se durmieron, las dos, las dos se durmieron juntas,
enlazadas…Ahí tiene usted…Y yo…yo estaba borracho.
Marmeladof se detuvo como si se hubiese quedado sin voz. Tras una
pausa, llenó el vaso súbitamente, lo vació y continuó su relato.
—Desde entonces, señor, a causa del desgraciado hecho que le acabo de
referir, y por efecto de una denuncia procedente de personas malvadas (Daría
Frantzevna ha tomado parte activa en ello, pues dice que la hemos engañado),
desde entonces, mi hija Sonia Simonovna figura en el registro de la policía y
se ha visto obligada a dejarnos. La dueña de la casa, Amalia Feodorovna, no
hubiera tolerado su presencia, puesto que ayudaba a Daría Frantzevna en sus
manejos. Y en lo que concierne al señor Lebeziatnikof…, pues…sólo le diré
que su incidente con Catalina Ivanovna se produjo a causa de Sonia. Al
principio no cesaba de perseguir a Sonetchka. Después, de repente, salió a
relucir su amor propio herido. «Un hombre de mi condición no puede vivir en
la misma casa que una mujer de esa especie.» Catalina Ivanovna salió
entonces en defensa de Sonia, y la cosa acabó como usted sabe. Ahora Sonia
suele venir a vernos al atardecer y trae algún dinero a Catalina Ivanovna.
Tiene alquilada una habitación en casa del sastre Kapernaumof. Este hombre
es cojo y tartamudo, y toda su numerosa familia tartamudea…Su mujer es tan
tartamuda como él. Toda la familia vive amontonada en una habitación, y la de
Sonia está separada de ésta por un tabique… ¡Gente miserable y tartamuda…!
Una mañana me levanto, me pongo mis harapos, levanto los brazos al cielo y
voy a visitar a su excelencia Iván Afanassievitch. ¿Conoce usted a su
excelencia Iván Afanassievitch? ¿No? Entonces no conoce usted al santo más
santo. Es un cirio, un cirio que se funde ante la imagen del Señor…Sus ojos
estaban llenos de lágrimas después de escuchar mi relato desde el principio
hasta el fin.
»—Bien, Marmeladof —me dijo—. Has defraudado una vez las esperanzas
que había depositado en ti. Voy a tomarte de nuevo bajo mi protección.
ȃstas fueron sus palabras.
»—Procura no olvidarlo —añadió—. Puedes retirarte.
»Yo besé el polvo de sus botas…, pero sólo mentalmente, pues él, alto
funcionario y hombre imbuido de ideas modernas y esclarecidas, no me habría
permitido que se las besara de verdad. Volví a casa, y no puedo describirle el
efecto que produjo mi noticia de que iba a volver al servicio activo y a cobrar
un sueldo.
Marmeladof hizo una nueva pausa, profundamente conmovido. En ese
momento invadió la taberna un grupo de bebedores en los que ya había hecho
efecto la bebida. En la puerta del establecimiento resonaron las notas de un
organillo, y una voz de niño, frágil y trémula, entonó la Petite Ferme. La sala
se llenó de ruidos. El tabernero y los dos muchachos acudieron presurosos a
servir a los recién llegados. Marmeladof continuó su relato sin prestarles
atención. Parecía muy débil, pero, a medida que crecía su embriaguez, se iba
mostrando más expansivo. El recuerdo de su último éxito, el nuevo empleo
que había conseguido, le había reanimado y daba a su semblante una especie
de resplandor. Raskolnikof le escuchaba atentamente.
—De esto hace cinco semanas. Pues sí, cuando Catalina Ivanovna y
Sonetchka se enteraron de lo de mi empleo, me sentí como transportado al
paraíso. Antes, cuando tenía que permanecer acostado, se me miraba como a
una bestia y no oía más que injurias; ahora andaban de puntillas y hacían callar
a los niños. «¡Silencio! Simón Zaharevitch ha trabajado mucho y está cansado.
Hay que dejarlo descansar.» Me daban café antes de salir para el despacho, e
incluso nata. Compraban nata de verdad, ¿sabe usted?, lo que no comprendo
es de dónde pudieron sacar los once rublos y medio que se gastaron en
aprovisionar mi guardarropa. Botas, soberbios puños, todo un uniforme en
perfecto estado, por once rublos y cincuenta kopeks. En mi primera jornada de
trabajo, al volver a casa al mediodía, ¿qué es lo que vieron mis ojos? Catalina
Ivanovna había preparado dos platos: sopa y lechón en salsa, manjar del que ni
siquiera teníamos idea. Vestidos no tiene, ni siquiera uno. Sin embargo, se
había compuesto como para ir de visita. Aun no teniendo ropa, se había
arreglado. Ellas saben arreglarse con nada. Un peinado gracioso, un cuello
blanco y muy limpio, unos puños, y parecía otra; estaba más joven y más
bonita. Sonetchka, mi paloma, sólo pensaba en ayudarnos con su dinero, pero
nos dijo: «Me parece que ahora no es conveniente que os venga a ver con
frecuencia. Vendré alguna vez de noche, cuando nadie pueda verme.»
¿Comprende, comprende usted? Después de comer me fui a acostar, y
entonces Catalina Ivanovna no pudo contenerse. Hacía apenas una semana
había tenido una violenta disputa con Amalia Ivanovna, la dueña de la casa;
sin embargo, la invitó a tomar café. Estuvieron dos horas charlando en voz
baja.
»—Simón Zaharevitch —dijo Catalina Ivanovna— tiene ahora un empleo
y recibe un sueldo. Se ha presentado a su excelencia, y su excelencia ha salido
de su despacho, ha tendido la mano a Simón Zaharevitch, ha dicho a todos los
demás que esperasen y lo ha hecho pasar delante de todos. ¿Comprende,
comprende usted? "Naturalmente —le ha dicho su excelencia—, me acuerdo
de sus servicios, Simón Zaharevitch, y, aunque usted no se portó como es
debido, su promesa de no reincidir y, por otra parte, el hecho de que aquí ha
ido todo mal durante su ausencia (¿se da usted cuenta de lo que esto
significa?), me induce a creer en su palabra."
»Huelga decir —continuó Marmeladof— que todo esto lo inventó mi
mujer, pero no por ligereza, ni para darse importancia. Es que ella misma lo
creía y se consolaba con sus propias invenciones, palabra de honor. Yo no se
lo reprocho, no se lo puedo reprochar. Y cuando, hace seis días, le entregué
íntegro mi primer sueldo, veintitrés rublos y cuarenta kopeks, me llamó
cariñito. "¡Cariñito mío!", me dijo, y tuvimos un íntimo coloquio,
¿comprende? Y dígame, se lo ruego: ¿qué encanto puedo tener yo y qué papel
puedo hacer como esposo? Sin embargo, ella me pellizcó la cara y me llamó
cariñito.
Marmeladof se detuvo. Intentó sonreír, pero su barbilla empezó a temblar.
Sin embargo, logró contenerse. Aquella taberna, aquel rostro de hombre
acabado, las cinco noches pasadas en las barcas de heno, aquella botella y,
unido a esto, la ternura enfermiza de aquel hombre por su esposa y su familia,
tenían perplejo a su interlocutor. Raskolnikof estaba pendiente de sus labios,
pero experimentaba una sensación penosa y se arrepentía de haber entrado en
aquel lugar.
—¡Ah, señor, mi querido señor! —exclamó Marmeladof, algo repuesto—.
Tal vez a usted le parezca todo esto tan cómico como a todos los demás; tal
vez le esté fastidiando con todos estos pequeños detalles, miserables y
estúpidos, de mi vida doméstica. Pero le aseguro que yo no tengo ganas de
reír, pues siento todo esto. Todo aquel día inolvidable y toda aquella noche
estuve urdiendo en mi mente los sueños más fantásticos: soñaba en cómo
reorganizaría nuestra vida, en los vestidos que pondrían a los niños, en la
tranquilidad que iba a tener mi esposa, en que arrancaría a mi hija de la vida
de oprobio que llevaba y la restituiría al seno de la familia…Y todavía soñé
muchas cosas más…Pero he aquí, caballero —y Marmeladof se estremeció de
súbito, levantó la cabeza y miró fijamente a su interlocutor—, he aquí que al
mismo día siguiente a aquel en que acaricié todos estos sueños (de esto hace
exactamente cinco días), por la noche, inventé una mentira y, como un ladrón
nocturno, robé la llave del baúl de Catalina Ivanovna y me apoderé del resto
del dinero que le había entregado. ¿Cuánto había? No lo recuerdo. Pero…
¡miradme todos! Hace cinco días que no he puesto los pies en mi casa, y los
míos me buscan, y he perdido mi empleo. El uniforme lo cambié por este traje
en una taberna del puente de Egipto. Todo ha terminado.
Se dio un puñetazo en la cabeza, apretó los dientes, cerró los ojos y se
acodó en la mesa pesadamente. Poco después, su semblante se transformó y,
mirando a Raskolnikof con una especie de malicia intencionada, de cinismo
fingido, se echó a reír y exclamó:
—Hoy he estado en casa de Sonia. He ido a pedirle dinero para beber. ¡Ja,
ja, ja!
—¿Y ella te lo ha dado? —preguntó uno de los que habían entrado
últimamente, echándose también a reír.
—Esta media botella que ve usted aquí está pagada con su dinero —
continuó Marmeladof, dirigiéndose exclusivamente a Raskolnikof—. Me ha
dado treinta kopeks, los últimos, todo lo que tenía: lo he visto con mis propios
ojos. Ella no me ha dicho nada; se ha limitado a mirarme en silencio…Ha sido
una mirada que no pertenecía a la tierra, sino al cielo. Sólo allá arriba se puede
sufrir así por los hombres y llorar por ellos sin condenarlos. Sí, sin
condenarlos…Pero es todavía más amargo que no se nos condene. Treinta
kopeks… ¿Acaso ella no los necesita? ¿No le parece a usted, mi querido señor,
que ella ha de conservar una limpieza atrayente? Esta limpieza cuesta dinero;
es una limpieza especial. ¿No le parece? Hacen falta cremas, enaguas
almidonadas, elegantes zapatos que embellezcan el pie en el momento de
saltar sobre un charco. ¿Comprende, comprende usted la importancia de esta
limpieza? Pues bien; he aquí que yo, su propio padre, le he arrancado los
treinta kopeks que tenía. Y me los bebo, ya me los he bebido. Dígame usted:
¿quién puede apiadarse de un hombre como yo? Dígame, señor: ¿tiene usted
piedad de mí o no la tiene? Con franqueza, señor: ¿me compadece o no me
compadece? ¡Ja, ja, ja!
Intentó llenarse el vaso, pero la botella estaba vacía.
—Pero ¿por qué te han de compadecer? —preguntó el tabernero,
acercándose a Marmeladof.
La sala se llenó de risas mezcladas con insultos. Los primeros en reír e
insultar fueron los que escuchaban al funcionario. Los otros, los que no habían
prestado atención, les hicieron coro, pues les bastaba ver la cara del charlatán.
—¿Compadecerme? ¿Por qué me han de compadecer? —bramó de pronto
Marmeladof, levantándose, abriendo los brazos con un gesto de exaltación,
como si sólo esperase este momento—. ¿Por qué me han de compadecer?, me
preguntas. Tienes razón: no merezco que nadie me compadezca; lo que
merezco es que me crucifiquen. ¡Sí, la cruz, no la compasión…! ¡Crucifícame,
juez! ¡Hazlo y, al crucificarme, ten piedad del crucificado! Yo mismo me
encaminaré al suplicio, pues tengo sed de dolor y de lágrimas, no de alegría.
¿Crees acaso, comerciante, que la media botella me ha proporcionado algún
placer? Sólo dolor, dolor y lágrimas he buscado en el fondo de este frasco…Sí,
dolor y lágrimas…Y los he encontrado, y los he saboreado. Pero nosotros no
podemos recibir la piedad sino de Aquel que ha sido piadoso con todos los
hombres; de Aquel que todo lo comprende, del único, de nuestro único Juez.
Él vendrá el día del Juicio y preguntará: «¿Dónde está esa joven que se ha
sacrificado por una madrastra tísica y cruel y por unos niños que no son sus
hermanos? ¿Dónde está esa joven que ha tenido piedad de su padre y no ha
vuelto la cara con horror ante ese bebedor despreciable?» Y dirá a Sonia:
«Ven. Yo te perdoné…, te perdoné…, y ahora te redimo de todos tus pecados,
porque tú has amado mucho.» Sí, Él perdonará a mi Sonia, Él la perdonará, yo
sé que Él la perdonará. Lo he sentido en mi corazón hace unas horas, cuando
estaba en su casa…Todos seremos juzgados por Él, los buenos y los malos. Y
nosotros oiremos también su verbo. Él nos dirá: «Acercaos, acercaos también
vosotros, los bebedores; acercaos, débiles y desvergonzadas criaturas.» Y
todos avanzaremos sin temor y nos detendremos ante Él. Y Él dirá: «¡Sois
unos cerdos, lleváis el sello de la bestia y como bestias sois, pero venid
conmigo también!» Entonces, los inteligentes y los austeros se volverán hacia
Él y exclamarán: «Señor, ¿por qué recibes a éstos?» Y Él responderá: «Los
recibo, ¡oh sabios!, los recibo, ¡oh personas sensatas!, porque ninguno de ellos
se ha considerado jamás digno de este favor.» Y Él nos tenderá sus divinos
brazos y nosotros nos arrojaremos en ellos, deshechos en lágrimas…, y lo
comprenderemos todo, entonces lo comprenderemos todo…, y entonces todos
comprenderán…También comprenderá Catalina Ivanovna… ¡Señor, venga a
nos el reino!
Se dejó caer en un asiento, agotado, sin mirar a nadie, como si, en la
profundidad de su delirio, se hubiera olvidado de todo lo que le rodeaba.
Sus palabras habían producido cierta impresión. Hubo unos instantes de
silencio. Pero pronto estallaron las risas y las invectivas.
—¿Habéis oído?
—¡Viejo chocho!
—¡Burócrata!
Y otras cosas parecidas.
—¡Vámonos, señor! —exclamó de súbito Marmeladof, levantando la
cabeza y dirigiéndose a Raskolnikof—. Lléveme a mi casa…El edificio
Kozel…Déjeme en el patio…Ya es hora de que vuelva al lado de Catalina
Ivanovna.
Hacía un rato que Raskolnikof había pensado marcharse, otorgando a
Marmeladof su compañía y su sostén. Marmeladof tenía las piernas menos
firmes que la voz y se apoyaba pesadamente en el joven. Tenían que recorrer
de doscientos a trescientos pasos. La turbación y el temor del alcohólico iban
en aumento a medida que se acercaban a la casa.
—No es a Catalina Ivanovna a quien temo —balbuceaba, en medio de su
inquietud—. No es la perspectiva de los tirones de pelo lo que me inquieta.
¿Qué es un tirón de pelos? Nada absolutamente. No le quepa duda de que no
es nada. Hasta prefiero que me dé unos cuantos tirones. No, no es eso lo que
temo. Lo que me da miedo es su mirada…, sí, sus ojos…Y también las
manchas rojas de sus mejillas. Y su jadeo… ¿Ha observado cómo respiran
estos enfermos cuando los conmueve una emoción violenta…? También me
inquieta la idea de que voy a encontrar llorando a los niños, pues si Sonia no
les ha dado de comer, no sé…, yo no sé cómo habrán podido…, no sé, no sé…
Pero los golpes no me dan miedo…Le aseguro, señor, que los golpes no sólo
no me hacen daño, sino que me proporcionan un placer…No podría pasar sin
ellos. Lo mejor es que me pegue…Así se desahoga…Sí, prefiero que me
pegue…Hemos llegado…Edificio Kozel…Kozel es un cerrajero alemán, un
hombre rico…Lléveme a mi habitación.
Cruzaron el patio y empezaron a subir hacia el cuarto piso. La escalera
estaba cada vez más oscura. Eran las once de la noche, y aunque en aquella
época del año no hubiera, por decirlo así, noche en Petersburgo, es lo cierto
que la parte alta de la escalera estaba sumida en la más profunda oscuridad.
La ahumada puertecilla que daba al último rellano estaba abierta. Un cabo
de vela iluminaba una habitación miserable que medía unos diez pasos de
longitud. Desde el vestíbulo se la podía abarcar con una sola mirada. En ella
reinaba el mayor desorden. Por todas partes colgaban cosas, especialmente
ropas de niño. Una cortina agujereada ocultaba uno de los dos rincones más
distantes de la puerta. Sin duda, tras la cortina había una cama. En el resto de
la habitación sólo se veían dos sillas y un viejo sofá cubierto por un hule
hecho jirones. Ante él había una mesa de cocina, de madera blanca y no menos
vieja.
Sobre esta mesa, en una palmatoria de hierro, ardía el cabo de vela.
Marmeladof tenía, pues, alquilada una habitación entera y no un simple
rincón, pero comunicaba con otras habitaciones y era como un pasillo. La
puerta que daba a las habitaciones, mejor dicho, a las jaulas, del piso de
Amalia Lipevechsel, estaba entreabierta. Se oían voces y ruidos diversos. Las
risas estallaban a cada momento. Sin duda, había allí gente que jugaba a las
cartas y tomaba el té. A la habitación de Marmeladof llegaban a veces
fragmentos de frases groseras.
Raskolnikof reconoció inmediatamente a Catalina Ivanovna. Era una mujer
horriblemente delgada, fina, alta y esbelta, con un cabello castaño, bello
todavía. Como había dicho Marmeladof, sus pómulos estaban cubiertos de
manchas rojas. Con los labios secos, la respiración rápida e irregular y
oprimiéndose el pecho convulsivamente con las manos, se paseaba por la
habitación. En sus ojos había un brillo de fiebre y su mirada tenía una dura
fijeza. Aquel rostro trastornado de tísica producía una penosa impresión a la
luz vacilante y mortecina del cabo de vela casi consumido.
Raskolnikof calculó que tenía unos treinta años y que la edad de
Marmeladof superaba bastante a la de su mujer. Ella no advirtió la presencia
de los dos hombres. Parecía sumida en un estado de aturdimiento que le
impedía ver y oír.
La atmósfera de la habitación era irrespirable, pero la ventana estaba
cerrada. De la escalera llegaban olores nauseabundos, pero la puerta del piso
estaba abierta. En fin, la puerta interior, solamente entreabierta, dejaba pasar
espesas nubes de humo de tabaco que hacían toser a Catalina Ivanovna; pero
ella no se había preocupado de cerrar esta puerta.
El hijo menor, una niña de seis años, dormía sentada en el suelo, con el
cuerpo torcido y la cabeza apoyada en el sofá. Su hermanito, que tenía un año
más que ella, lloraba en un rincón y los sollozos sacudían todo su cuerpo.
Seguramente su madre le acababa de pegar. La mayor, una niña de nueve años,
alta y delgada como una cerilla, llevaba una camisa llena de agujeros y, sobre
los desnudos hombros, una capa de paño, que sin duda le venía bien dos años
atrás, pero que ahora apenas le llegaba a las rodillas. Estaba al lado de su
hermanito y le rodeaba el cuello con su descarnado brazo. Al mismo tiempo,
seguía a su madre con una mirada temerosa de sus oscuros y grandes ojos, que
parecían aún mayores en su pequeña y enjuta carita.
Marmeladof no entró en el piso: se arrodilló ante el umbral y empujó a
Raskolnikof hacia el interior. Catalina Ivanovna se detuvo distraídamente al
ver ante ella a aquel desconocido y, volviendo momentáneamente a la
realidad, parecía preguntarse: ¿Qué hace aquí este hombre? Pero sin duda se
imaginó en seguida que iba a atravesar la habitación para dirigirse a otra.
Entonces fue a cerrar la puerta de entrada y lanzó un grito al ver a su marido
arrodillado en el umbral.
—¿Ya estás aquí? —exclamó, furiosa—. ¿Ya has vuelto? ¿Dónde está el
dinero? ¡Canalla, monstruo! ¿Qué te queda en los bolsillos? ¡Éste no es el
traje! ¿Qué has hecho de él? ¿Dónde está el dinero? ¡Habla!
Empezó a registrarle ávidamente. Marmeladof abrió al punto los brazos,
dócilmente, para facilitar la tarea de buscar en sus bolsillos. No llevaba encima
ni un kopek.
—¿Dónde está el dinero? —siguió vociferando la mujer—. ¡Señor! ¿Es
posible que se lo haya bebido todo? ¡Quedaban doce rublos en el baúl!
En un arrebato de ira, cogió a su marido por los cabellos y le obligó a
entrar a fuerza de tirones. Marmeladof procuraba aminorar su esfuerzo
arrastrándose humildemente tras ella, de rodillas.
—¡Es un placer para mí, no un dolor! ¡Un placer, amigo mío! —exclamaba
mientras su mujer le tiraba del pelo y lo sacudía.
Al fin su frente fue a dar contra el entarimado. La niña que dormía en el
suelo se despertó y rompió a llorar. El niño, de pie en su rincón, no pudo
soportar la escena: de nuevo empezó a temblar, a gritar, y se arrojó en brazos
de su hermana, convulso y aterrado. La niña mayor temblaba como una hoja.
—¡Todo, todo se lo ha bebido! —gritaba, desesperada, la pobre mujer—.
¡Y estas ropas no son las suyas! ¡Están hambrientos! —señalaba a los niños, se
retorcía los brazos—. ¡Maldita vida!
De pronto se encaró con Raskolnikof.
—¿Y a ti no te da vergüenza? ¡Vienes de la taberna! ¡Has bebido con él!
¡Fuera de aquí!
El joven, sin decir nada, se apresuró a marcharse. La puerta interior
acababa de abrirse e iban asomando caras cínicas y burlonas, bajo el gorro
encasquetado y con el cigarrillo o la pipa en la boca. Unos vestían batas
caseras; otros, ropas de verano ligeras hasta la indecencia. Algunos llevaban
las cartas en la mano. Se echaron a reír de buena gana al oír decir a
Marmeladof que los tirones de pelo eran para él una delicia. Algunos entraron
en la habitación. Al fin se oyó una voz silbante, de mal agüero. Era Amalia
Ivanovna Lipevechsel en persona, que se abrió paso entre los curiosos, para
restablecer el orden a su manera y apremiar por centésima vez a la desdichada
mujer, brutalmente y con palabras injuriosas, a dejar la habitación al mismo
día siguiente.
Antes de salir, Raskolnikof había tenido tiempo de llevarse la mano al
bolsillo, coger las monedas que le quedaban del rublo que había cambiado en
la taberna y dejarlo, sin que le viesen, en el alféizar de la ventana. Después,
cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y estuvo a punto
de volver a subir.
«¡Qué estupidez he cometido! —pensó—. Ellos tienen a Sonia, y yo no
tengo quien me ayude.»
Luego se dijo que ya no podía volver a recoger el dinero y que, aunque
hubiese podido, no lo habría hecho, y decidió volverse a casa.
«Sonia necesita cremas —siguió diciéndose, con una risita sarcástica,
mientras iba por la calle—. Es una limpieza que cuesta dinero. A lo mejor,
Sonia está ahora sin un kopek, pues esta caza de hombres, como la de los
animales, depende de la suerte. Sin mi dinero, tendrían que apretarse el
cinturón. Lo mismo les ocurre con Sonia. En ella han encontrado una
verdadera mina. Y se aprovechan…Sí, se aprovechan. Se han acostumbrado.
Al principio derramaron unas lagrimitas, pero después se acostumbraron.
¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno.»
Quedó ensimismado. De pronto, involuntariamente, exclamó:
—Pero ¿y si esto no es verdad? ¿Y si el hombre no es un ser miserable, o,
por lo menos, todos los hombres? Entonces habría que admitir que nos
dominan los prejuicios, los temores vanos, y que uno no debe detenerse ante
nada ni ante nadie. ¡Obrar: es lo que hay que hacer!
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