A dónde va Venezuela?
¿A dónde va Venezuela? (si es que va a alguna parte)Entrevista con Manuel Sutherland
Como en la Cuba del «Periodo Especial», la oposición venezolana, fuertemente dividida, espera un desmoronamiento del poder que nunca llega, mientras el gobierno sigue denunciando conspiraciones externas y muchos venezolanos votan con los pies y abandonan el país. El economista Manuel Sutherland explica la situación en diálogo con Nueva Sociedad.
La reciente asunción de Nicolás Maduro para un segundo mandato de seis años volvió a poner el foco en Venezuela y su crisis. Con la Asamblea Nacional en manos de la oposición y declarada en «desacato», el presidente juró ante una Asamblea Constituyente que, más que redactar una Constitución, actúa como una suerte de supragobierno. Entretanto, el escalamiento de la crisis no ha logrado fortalecer a la oposición que, con un nuevo líder de la Asamblea Nacional, busca renacer de su fragmentación y sus cenizas. El economista Manuel Sutherland brinda algunas claves de lectura de la coyuntura venezolana, con una mirada más amplia sobre una Revolución Bolivariana que ya está por cumplir dos décadas.
Nicolás Maduro propuso en su asunción «un nuevo comienzo». Dado que el chavismo ya lleva dos décadas en el poder, ¿qué significado tiene eso?
En el acto de asunción de Nicolás Maduro escuchamos una promesa que nos retumba en los oídos. El presidente prometió, en efecto, un «nuevo comienzo», y adornó sus ofrendas con frases como: «ahora sí», «esta vez sí». Dichas frases podrían dar la esperanza a millones de sus seguidores sobre la posibilidad de políticas de cambio estructural, que permitirían de algún modo elevar el precario nivel de vida que sufre la población. Sin embargo, Maduro lleva cinco años seguidos prometiendo exactamente lo mismo: un cambio, y demandando más poder para tener la capacidad de hacer «más cosas por el pueblo». En plena hiperinflación, Maduro sigue prometiendo que «esta vez sí va a controlar los precios» y que tratará con «mano dura» a quienes se atrevan a incrementarlos más allá de unas listas de precios regulados que son básicamente el hazmerreír de la población. Cada año que promete que «esta vez sí» va a derrotar a la fementida «guerra económica», la gente no hace más que mirar hacia el suelo y suspirar. Las promesas mueren inmediatamente después de nacer. La sonrisa con sorna de algunos de sus adláteres en el acto de asunción de Maduro al oírlo prometer fue de real antología.
Pero mientras tanto el quinquenio 2014-2018 se caracterizó por cinco caídas sucesivas en el PIB, algo nunca antes visto en nuestra economía. Los millones de bombas y el genocidio perpetrado por los nazis en Polonia causaron una caída de 44% del PIB (1939-1943). La caída del PIB en Venezuela ronda el 50% en los últimos cinco años, un récord absoluto para el continente, una tragedia sin parangón. Para los años 2017 y 2018, se vio el agravamiento de la crisis con el penoso protagonismo de una hiperinflación que ha roto varias marcas históricas en el mundo. La hiperinflación en Venezuela ya lleva alrededor de 14 meses consecutivos y se erige como la octava hiperinflación más larga de la historia.
Las preguntas del millón: ¿por qué la catástrofe económica no parece erosionar el poder del gobierno como imaginaba la oposición? ¿Por qué los sectores populares no bajan de los cerros? ¿O bajan para migrar?
De manera similar a la oposición cubana en pleno «Período Especial», después del derrumbe de la Unión Soviética y los gobiernos de Europa oriental, los más connotados líderes opositores venezolanos esperan que una voraz crisis económica obligue a la gente a salir a la calle y a hacer una «revuelta de hambre» que barra con el gobierno de alguna forma. En el exilio, presa o muy lejos de las bases empobrecidas de la nación, la mayoría de la elite opositora aspira a un desmoronamiento del presunto castillo de naipes bolivariano. Cuando ello no ocurre, confía en que el tiempo hará que las cosas empeoren y provoquen al fin la ansiada rebelión. Lo que parecen no entender, aunque lo dicen todo el tiempo, es que el gobierno de alguna forma desarrolla un plan muy amplio de dádivas, prebendas y asistencias sociales masivas que contienen de manera relativamente efectiva a la población más abiertamente empobrecida. De tal forma, el gobierno atiende a los sectores de las barriadas con bolsas de comida (mediante los llamados Comités Locales de Abastecimiento y Producción, CLAP), dinero en efectivo en sus cuentas (Bonos de la Patria), servicios de electricidad, agua, aseo, transporte público ampliamente subsidiado, gasolina casi gratuita. Ni hablar de sus políticas muy permisivas con la delincuencia barrial, el tráfico de drogas, el comercio de bienes subsidiados y el contrabando. El gobierno entrega infinidad de mercancías a precios muy bajos, que son revendidas en el mercado negro con enormes márgenes de beneficio. Así las cosas, a través de empleados del gobierno, se obtienen ilegalmente beneficios que pueden ir desde una casa o un auto hasta unos 500 gramos de carne de cerdo. Con muy poco dinero el gobierno desarrolló una red política clientelar de gran magnitud, que logró profundizar un proceso de lumpenización social de amplios sectores de la población. Todo ello contiene el estallido de las capas más empobrecidas de la sociedad.
Aunque la emigración de venezolanos de las capas más pobres lleva al menos tres años, no es lo más común en las barriadas. Las formas de conseguir dinero de manera subrepticia o abiertamente ilegal son muchas, lo que generalmente desestimula una emigración aún mayor. Y cabe destacar que la oposición no tiene prácticamente ningún trabajo político en las barriadas. Aparte de ser peligroso hacer política en contra del gobierno en muchas zonas populares, la oposición ha abandonado por completo la tarea de organizar a esas bases sociales que, desgraciadamente, se van con quienes tienen los recursos a la mano para «resolver» problemas cotidianos. Dicho músculo solo lo tienen organizaciones estatales o delincuenciales. Por ende, las barriadas populares están totalmente desconectadas de la política opositora que ha encontrado su nicho en Twitter.
Esa oposición no logra hasta ahora resultados en la calle, ni en las urnas, ni en las instituciones que conquista, ¿qué podría hacer entonces?
El gobierno ha sido tremendamente exitoso en colocar el mote de «fracasada» a la oposición. De tal forma, ha venido proyectando entre sus líderes una sensación de derrota y frustración. A pesar de su enorme e inusitado éxito electoral en 2015, cuando obtiene la mayoría en la Asamblea Nacional, el bloque opositor se ha ido desintegrando con extrema velocidad. En plena desbandada, han deshecho la Mesa de Unidad Democrática (MUD) y se han dedicado a usar las redes sociales para atacarse entre sí de la manera más chocarrera posible. En ese tortuoso devenir, la oposición ha optado por presentar todo proceso electoral como fraudulento, con razón, pero con una postura derrotista que ni siquiera le permite pelear por defender los votos.
A partir de ello se ha desarrollado una política de abstención que ha logrado despolitizar aún más a las bases opositoras. La oposición se ha abstenido sucesivamente y se ha alejado de manera poco astuta de ámbitos políticamente útiles para sus fines, lo que la ha debilitado de manera dramática, hasta el punto de parecer formalmente disuelta. En ese contexto, han emergido al primer plano sus querubines más extremistas y, por ende, más antipolíticos. A pesar de que estos últimos son muy buenos para encender las redes sociales y atraer el entusiasmo de quienes no hacen política real, en la práctica tienden a ser los menos inteligentes y hábiles en el arte de construir alianzas y consensos. Todo esto hace a la oposición aún más inoperativa y estéril. El tiempo parece indicar que no le queda otra opción que tratar de reimpulsar un proceso de articulación política cada vez más complicado. Cuando se requiere hacer más trabajo de hormiga, decide apelar a una diatriba maximalista: enfrentar al llamado gobierno «usurpador» desde una absoluta desventaja y esperando que llegue un milagro desde Estados Unidos. o desaparecer a la luz de sus propias promesas irrealizables.
Ahora el país tiene casi dos presidentes, si tomamos en serio la proclama, aún confusa, de la Asamblea Nacional.
La oposición venezolana llevaba meses diciendo que Maduro dejaría de ser presidente legítimo luego del 10 de enero. Habían desconocido la elección del 20 de mayo de 2018 –en la que solo participó el ex-gobernador Henry Falcón– y, por ende, Maduro iba a convertirse en un «usurpador». Entonces comenzaron a a discutir qué hacer el 10 de enero. Las corrientes más moderadas dijeron que nada nuevo iba a pasar. Las más radicales auguraban el advenimiento de los marines y los paramilitares colombianos en aras de «liberar» el país.
Pero el 10 de enero pasó sin sobresaltos en cuanto a protestas o posibles enfrentamientos en la calle. La nota la dio el joven presidente de la Asamblea Nacional Juan Guaidó, quien con cierta timidez ofreció una concurrida rueda de prensa en la que, de una manera sorprendente, dio el paso de desconocer a Maduro como presidente de la República y aseguró estar listo para asumir la Presidencia interina del país, ante lo que la oposición considera como una usurpación de funciones por parte de Maduro. Acto seguido, calificó la asunción de Maduro como nula y llamó a las Fuerzas Armadas y a la comunidad internacional a actuar ante lo que denominó un fraude electoral.
En la sede del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Caracas, Guaidó habló en un acto que concentró a unas 3.000 personas y donde estuvo a punto de autoproclamarse presidente de la nación, pero no lo hizo del todo. Blandiendo el artículo 233 de la Constitución, alegó que si el presidente electo no llegaba a asumir sus funciones, el presidente de la Asamblea Nacional quedaría como encargado para dicha labor. Guaidó dijo que se está preparando una Ley de la Transición y una posible amnistía general para los militares que se plieguen al nuevo gobierno de transición que en 30 días convocaría a nuevas elecciones generales. Guaidó, del partido Voluntad Popular, insistió en que requiere un apoyo popular masivo en las calles y un soporte sólido de la comunidad internacional para hacer realidad sus proclamas. Hacia el final de su discurso, dijo que asumiría «las competencias para una encargaduría de la Presidencia de la República», en el marco de una propuesta confusa y cargada de supuestos poco claros. La forma esópica de su perorata parece deberse al imperativo de evitar que las fuerzas de seguridad del gobierno lo encarcelen por protagonizar un golpe de Estado.
¿Y cómo reaccionó el gobierno?
La soflama de Guaidó deja muchos cabos sueltos. Lo que sí es cierto es que la Organización de Estados Americanos (OEA) y los gobiernos de Brasil y Estados Unidos pasaron inmediatamente a reconocerlo como presidente legítimo. El Tribunal Supremo de Justicia (en el exilio) emitió un comunicado de respaldo a Guaidó y lo exhortó a que se juramente de una vez como presidente.
Ante esta situación, Maduro activó el ejército de propaganda de redes sociales del gobierno y salieron 1.000 burlas y guasas contra el «presidente de Twitter», por decir lo más decoroso. La oposición que dirige el plan que Guaidó protagoniza espera exactamente que el gobierno reaccione para ver si puede patear el tablero, sacudir de alguna manera el terreno y obligar a los militares o a la «comunidad internacional» (especialmente Estados Unidos y consortes) a ejercer alguna acción más decidida. Entre tanto, los gobiernos de China y Rusia salieron rápidamente a confirmar a Maduro como presidente y a asegurarle apoyo ante cualquier «injerencia externa».
La Asamblea Nacional busca generar una especie de «doble poder» o dualidad gubernamental. De manera abierta, discuten que si Washington y sus aliados –como el Grupo de Lima– reconocen plenamente al «nuevo presidente», este podría de una vez tomar posesión de activos de la nación en el extranjero (como sucedió en el caso de la invasión a Libia) incluyendo el cobro de facturas, fondos estatales y empresas como la enorme petrolera CITGO situada en Estados Unidos, que es una potente fuente de generación de divisas. Obviamente, eso incluiría el oro que el Banco de Inglaterra no quiere devolver a la nación y otros bienes congelados como producto de las sanciones impuestas al país. Los fondos que pueda recoger irían para «ayuda humanitaria», aunque en realidad serían para pagar una milicia nacional para combatir al gobierno.
Lo más probable es que el gobierno no disuelva la Asamblea Nacional, que declarada en «desacato», no tiene ningún poder real en el país. Es factible que se amenace con la cárcel a Guaidó y de alguna manera se lo «incentive» a huir a Brasil o a Colombia para conformar un gobierno en el exilio al estilo del ya conocido Tribunal Supremo de Justicia venezolano que sesiona en Colombia y que ya ha destituido a Maduro varias veces. La efectividad de un gobierno criollo en el exilio parece ser nula y entra a formar parte de los chistes sobre la ineficacia política vernácula. La acción inmediata propuesta por la Asamblea Nacional fue la convocatoria a una gran marcha insurreccional el 23 de enero, fecha histórica de la lucha por la democracia en el país. Nada más. Hay un fuerte rumor de que se llevan a cabo negociaciones secretas entre la oposición y el gobierno para lograr acuerdos mutuos de cooperación en caso de que la situación empeore. Los próximos días serán de enorme tensión.
Las dudas que surgieron inmediatamente después del cabildo abierto que organizó el líder opositor son gigantescas. La primera es por qué Guaidó no se envistió como presidente de la República en la misma Asamblea Nacional. Si jurídicamente lo asiste el artículo 233 de la Constitución, en ese caso debería ser proclamado en solemne acto en el Parlamento. Este debería haber redactado una «Ley de Transición», declarar usurpación o vacancia en el Poder Ejecutivo y nombrarlo de una vez, que es lo que clama el ala radical de la oposición interna y externa. Pero en los «cabildos» que ha hecho ni siquiera asume de manera informal la Presidencia.
El sector más duro de la oposición está ya atacándolo y tachándolo de «blandengue» y «lerdo». Le reprochan no asumir la Presidencia y lo acusan incluso de «omisión administrativa» y de evadir su responsabilidad concreta, además de defraudar a las personas que tenían una esperanza firme en él. Más aún, se escandalizan de oírlo llamar a los militares para que estos le den la Presidencia, cuando en su interpretación de la ley él debería dar las órdenes a los militares y estos obedecer. Ofrecer ese arbitrio a las Fuerzas Armadas parece un retroceso histórico sin precedentes. El llamado a hacer más «cabildos» les suena a muchos como un gesto tímido, apocado e incluso cobarde. Los más encarnizadamente antichavistas creen que está «escurriendo el bulto» porque que teme ir preso. Les parece demasiado lejana la convocatoria a la marcha del 23 de enero y ven cómo la expectativa de conflicto inmediato se va desinflando. Fue llamativo que tres de los cuatros partidos políticos de oposición más importantes no estuvieran en el cabildo caraqueño. En efecto, Acción Democrática (AD), Primero Justicia (PJ), Un Nuevo Tiempo (UNT) y otras organizaciones no asistieron o mandaron a funcionarios de menor rango. No participaron y no han hecho nada para impulsar leyes que envistan con la banda presidencial a Guaidó.
Y el domingo 13 pasó algo increíble. El Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN), interceptó el carro donde viajaba Guaidó y lo capturó a plena luz del día. En pocos minutos, las redes sociales explotaban con la noticia del «secuestro» del «presidente Guaidó». A los pocos minutos de esta acción, que pudo ser filmada por un aficionado, el SEBIN también apresó a dos periodistas de medios de comunicación de Estados Unidos y Colombia. En plena elucubración del paradero del Guaidó, se publicaron noticias de su liberación que señalaban que ya iba en camino al «cabildo» en Vargas, como lo tenía planeado.
Poco tiempo después, el gobierno salió a decir que la operación del SEBIN había sido «irregular» y que hubo una especie de «infiltración» u actuación independiente de un funcionario que tomó esa iniciativa saltando a la autoridad y con la oscura intención de dejar en entredicho a la gestión del gobierno. Toda la culpa parece ser del comisario Hildemaro Rodríguez, a quien se le han descubierto «nexos conspirativos con la ultraderecha» y que luego de acometer esa acción fue puesto a la orden de la Fiscalía número 126 de Caracas. Así las cosas, el gobierno parece haber quedado en un ridículo histórico, que podría evidenciar una importante fractura interna y una gran descoordinación, más propia de una vecindad arruinada que de un gobierno formal. Es evidente que a Maduro no le convenía apresar a Guaidó y obviamente alguna tecla se movió para, de alguna manera, dejar en ridículo al gobierno o quizás intentar precipitar hechos de violencia al impulsar una agresión grave al presidente del Parlamento. Todo ello entra en el campo de lo posible en un escenario enrarecido.
¿Qué pasó con la llamada «izquierda crítica»?
Quizás la víctima más sufrida del proceso bolivariano ha sido la denominada «izquierda crítica». Chávez en 2007 prometió convertir en «polvo cósmico» a las bases de apoyo del proceso que no se adhirieran al Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), que recién estaba creando. En este caso, esa promesa se cumplió a cabalidad. La «izquierda crítica» que en masa apoyó al chavismo en los primeros años, y que poco a poco se ha ido distanciando del proceso, ha desaparecido casi por completo. Tras años de fallido entrismo en las filas de la mediana burocracia y del partido con el objetivo de izquierdizar «desde adentro» un proceso fundamentalmente dirigido por militares, ha optado por emigrar, pasarse a las filas de la derecha decimonónica o simplemente mimetizarse en el gobierno con el repetido argumento de «no hacerle el juego a la derecha».
La extrema dependencia de la población respecto al Estado también ha alcanzado a esta izquierda dispersa, que en muchos casos expresa el miedo a confrontar al gobierno por el temor de perder el empleo o una mínima prebenda adquirida. El número de quienes han resistido, más los despidos, la represión y la pobreza, es demasiado pequeño para hacerle sombra al gobierno. Los sindicatos, centros universitarios y gremios están desapareciendo por completo al desvanecerse la producción en todos los ámbitos y haberse trasformado la emigración en el sino de millones de jóvenes. Otra parte de la izquierda crítica de Maduro carga el lastre ideológico de reivindicar a Chávez y tratar de contraponer a ambos gobiernos, cosa que pareciera ser un gancho para atraer a las amplias bases chavistas descontentas, pero que al final resulta confuso y contradictorio para la mayoría de la población que no encuentra referentes políticos consolidados.
¿Por qué la izquierda latinoamericana está en una suerte de negacionismo haciaVenezuela?
La izquierda latinoamericana en general ha «vivido» del chavismo, es decir, infinidad de referentes de izquierda han desfilado por el país recibiendo jugosos viáticos, entrevistas y asesorías. Centenares de líderes de pequeños partidos y organizaciones han recibido generosa ayuda del gobierno bolivariano, en muchos casos desde las embajadas. Esa izquierda está en deuda con el gobierno y le cuesta separarse a estas alturas de un régimen al que aplaudieron y defendieron a rabiar, aun si saber muy bien cómo funcionaba en realidad, ya que los pocos viajes realizados fueron cuidadosos tours políticos que reflejaban una realidad acomodada a la vista de quienes, con toda fe, buscaban creer en una luz al final del túnel frente al neoliberalismo o la derecha internacional. A ellos les cuesta mucho dar una opinión distinta de la que dieron antes, para no recibir acusaciones de «incoherentes» o de «traidores». Divorciarse de otro proceso, como fue con la URSS, tiene un costo elevado.
Por otra parte, una gran porción de la izquierda de América Latina trata honestamente de distanciarse de sus gobiernos de la derecha o de las críticas al proceso bolivariano de las cancillerías de Mauricio Macri, Jair Bolsonaro o Iván Duque. En ese devenir se pierden los análisis concretos de la realidad concreta, sin tantos apasionamientos y sesgos ideológicos. De esta forma, patinan tratando de justificar honestamente políticas claramente erróneas y con consecuencias catastróficas para la clase obrera y el pueblo venezolanos, quienes a la sazón deberían ser el centro de su solidaridad. Como un avestruz, se niegan a ver los hechos más evidentes y se reemplaza el análisis por delirios «geopolíticos».
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Centro de Investigación y Formación Obrera (CIFO)
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