Confieso que tengo un sueño.


Confieso que tengo un sueño. Confieso también que nunca pensé que algún día me conformaría con un sueño tan primario. Confieso que sueño con el día en que mis peores adversarios políticos acepten que yo, y millones como yo, existimos y tenemos derecho a gobernar nuestro país.
Y la verdad no lo sueño por mi en lo personal, sino por Venezuela, porque creo sinceramente que es la única vía para que nuestra democracia de un salto cualitativo que nos permita alcanzar niveles superiores de organización y bienestar.
Y confieso también que es un sueño relativamente nuevo. Porque desde que tuve uso de razón política, soñé únicamente con transformar la sociedad, con cambiarlo todo y construir una utopía. Aspiré a participar en la conformación de una sociedad ideal, despojada de la injusticia y la desigualdad que son la marca de su imperfección.
Y no es que haya renunciado a este sueño inicial, pero al haber participado en política, lidiado con la cotidianidad terrena de los problemas humanos, aterrizado desde mis sueños en la realidad de la pugna por el poder, con sus pequeñeces y sus absurdos, revisé a la baja mis aspiraciones.
Las inmediatas quiero decir. Aunque no dejo de soñar con que una sociedad utópica vea la luz algún día, no tengo esa aspiración en vida. Porque me di cuenta que al fin y al cabo mis ideales no coinciden necesariamente con los de los demás, y que obviamente para ver realizados los míos tendría primero que convencer a los demás, a todos los demás, de renunciar a los suyos. Peor aún, me di cuenta que mis ideales constituían la peor pesadilla de algunos de mis compatriotas, y pude constatar que los ideales de algunos de ellos eran, a su vez, mi pesadilla.
Entonces, acepté dos cosas: primero, que tendría que vivir toda mi vida con esa gente cuyos ideales detesto, resignándome a considerarlos mis adversarios; y luego, que tendría que ser mucho mejor y más talentoso que ellos, so pena de verme obligado a vivir gobernado por ellos…
En suma, aprendí a ser un demócrata. Aprendí a entender que en Venezuela hay, además de mucha gente revolucionaria, bolivariana y chavista como yo, un montón de gente conservadora, retrógrada y tradicionalista. Que por más que yo milite por impulsar los ideales de la izquierda, habrá gente que, hasta sin saberlo, siempre será de derecha y se opondrá con todas sus fuerzas a todo lo que yo proponga o intente hacer. Eso, ya yo lo acepté y lo incorporé en mi visión política del país.
Aprendí a aceptar incluso que en Venezuela hay unos López, Ledezmas y Machados. Gente que no se contenta con detestar mis ideales, sino que se los pasa por el forro de la entrepierna y hace simplemente como si ni yo ni mis ideales existiéramos. Gente que me desprecia y considera que yo soy una anomalía, y que no descansará hasta acabar conmigo y con mis camaradas. Gente que cree que el poder le pertenece, y que yo soy, junto con los míos, simplemente un accidente de la historia, un descuido que debe ser remediado cuanto antes, un capítulo de los anales de la política cuyas páginas hay que arrancar y hacer papelillo en una máquina destructora.
Yo, por mi parte, terminé aceptando que en Venezuela hay un sector considerable de la población que piensa como los López, Ledezmas y Machados. De hecho, me los consigo todos los días al salir de mi casa, me los cruzo en el camino a mi oficina y cada vez que asomo la cara a la calle. En su mirada y en su actitud siento esa violencia contenida y esa pesadez que me hacen entender que, si tuvieran la posibilidad, se me tirarían encima y me agarrarían a golpes. Y juro que he aprendido a vivir con eso, porque terminé entendiendo que no son cuatro gatos, son más, y que haga lo que haga, mientras yo haga vida en mi país y ellos también, me los voy a tener que calar. Porque ni yo me voy a ir para complacerlos, ni todos ellos se van a ir para Miami. Y en democracia, por lo menos tal y como yo la entiendo, ellos tienen derecho a pensar lo que les de la gana, incluyendo ese montón de barbaridades que piensan sobre mi, y los millones como yo.
Con un matiz, sin embargo. Y es que a lo que no tienen derecho es a pasar al acto, hacer el montón de barbaridades que piensan, y no asumir las consecuencias. Eso, no lo han terminado de cogitar porque no entienden ni creen en la esencia de la democracia. Porque tienen todo el derecho de pensar que la mejor forma de cumplir con sus objetivos políticos es agarrar a toda la izquierda y barrerla con un buen golpe militar, pero si intentan hacerlo de verdad, y fallan, se las tendrán que ver con la ley y la justicia. Por más que a Joe Biden, a Bill Clinton y a todos ellos les parezca una cosa terriblemente injusta. Así es la democracia.
Por eso sigo soñando con el día en que los López, Ledezmas y Machados terminen de aceptar mi existencia y me reconozcan como adversario. Porque yo los quiero libres, para seguirlos derrotando políticamente, a ellos y a sus ideas. Pero mientras tanto, mientras nada en ellos cambie, tendrán derecho a seguir pensando lo que quieran, y hasta soñando, quien sabe, pero lo van a tener que hacer desde una celda de la cárcel de Ramo Verde.


notiminuto.com

@temirporras
Fuente: http://www.notiminuto.com/noticia/confieso-que-tengo-un-sueno/

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