Culto a la derrota



Introducción

El otro día, un amigo y yo íbamos en una mani y vimos a uno que llevaba una camiseta con la cara de Sánchez Gordillo. Luego, un trotskista nos repartió un panfleto que contaba con, al menos, doscientas citas de León Trotsky, de dudosa aplicación a la actualidad. Reflexionamos entonces sobre lo fácil que es caer en el culto a la persona.

Sin embargo, existe otro culto aún peor, del que nadie parece haber teorizado todavía.
Creo que la memoria histórica es algo que nos interesa, pero sólo si está proyectada hacia el futuro, es decir, si se emplea como referente para construir prácticas contrahegemónicas aquí y ahora. No me separaré de nadie por efectuar una lectura diferente de la historia, pero, desde luego, sí por hacer una lectura diferente del presente, si sobrepasa el punto en el que se impide el desarrollo de nuestra lucha emancipatoria.

En este sentido, sí me parece crucial combatir ese otro culto, que llamaré “culto a la derrota” y que es producto de una visión de realidad supuestamente muy crítica con la izquierda y sus logros, pero acrítica en realidad en lo que respecta a las manipulaciones de los medios de comunicación (es decir, a las manipulaciones del enemigo), diseñadas para hacernos creer que no hay alternativa posible.

Efectos (deprimentes) sobre nuestra actualidad
Como digo, si esto no tuviera incidencia en la realidad presente, es decir, si se tratara simplemente de una cuestión academicista o de refinamiento erudito o intelectual, ni siquiera entraría a tratarla. Pero la posición extraña, ambigua y ridícula de una parte de la izquierda europea ante la invasión otánica de Libia y ante la desestabilización imperialista de Siria me han convencido de que, por desgracia, el “culto a la derrota” sigue generando peligros.

Es bochornoso comprobar a qué nivel cierta izquierda se encuentra alienada y subordinada a los medios de comunicación burgueses. Sonroja ver el miedo a ser tachados de gente que “apoya dictadores”, a las primeras de cambio, en caso de que no repitamos constantemente y prácticamente en cada frase nuestro desprecio por el líder de cualquier nación que sea acosada por el imperialismo (ya sea este líder Sadam Hussein, Milosevic o Gadafi).

Así, lo que sucedió en Iraq, Yugoslavia o Libia no fue que una potencia imperialista invadiera a una colonia, sino que hubo una revolución popular y obrera en dicha colonia. Es decir, la contradicción a nivel internacional no era entre pueblos e imperios, sino, como diría el Grupo PRISA, entre “dictadura y democracia”.

Al parecer, la OTAN, casualmente, pasaba por allí y, sin quererlo, acabó convirtiéndose en un agente involuntario de la democracia frente a la dictadura totalitaria del terror. El petróleo, por supuesto, tampoco tenía nada que ver en toda este asunto. Y, en consecuencia, los colaboracionistas vendidos al imperio eran automáticamente presentados como heroicos luchadores de la clase obrera.

Todo muy similar a la historiografía franquista, que no hablaba de un Imperio Español conquistando América, sino liberándola de la opresión de tiranos como Atahualpa, con el apoyo de colaboracionistas que, supongo, también eran muy defendibles.

Instrucciones para dar culto a la derrota
Como se depende demasiado de lo que digan los medios de comunicación, se defiende a Allende, pero se critica a Chávez. Se defiende al Che, pero se critica a las FARC. Se defiende a Camilo Cienfuegos, pero se critica a Fidel. Se defiende a Rosa Luxemburgo, pero se critica a Honecker. Se defiende a Gramsci, pero se critica a cualquier dirigente de un país socialista. Y, por supuesto, se defiende a Trotsky, pero se critica a Stalin.

En resumen, se defiende siempre a los que han sido derrotados. Pero, si hubieran logrado vencer, no se los defendería. Porque, entonces, los medios de comunicación dirían durante las 24 horas del día que son malos, antidemocráticos, tiranos que han traicionado a la revolución.

No hay duda de que Chávez ha hecho cosas indignantes como la extradición de Pérez Becerra. O de que las FARC se han equivocado en determinadas acciones. O de que Fidel ha cometido errores, como por ejemplo sus análisis sobre la lucha armada en la actualidad colombiana. O de que Honecker no fomentó lo suficiente la participación de las masas. O de que los dirigentes de los países socialistas cometieron errores, como no apoyar con la suficiente determinación a los movimientos de liberación nacional. O de que Stalin cortó demasiadas cabezas en sus famosas purgas.

Es decir, no se trata de ser acrítico con lo realmente existente. De lo que se trata es de no ser acrítico con lo que nunca ha existido. Porque, si Allende, el Che, Cienfuegos, Rosa, Gramsci o Trotsky hubieran ganado, en lugar de perder, y hubieran accedido al gobierno durante periodos más dilatados de tiempo, probablemente su figura no se vería tan inmaculada y habría sido sometida a idénticas críticas.

¿Política ficción? Sin duda. Pero igualmente es política ficción presuponer, por ejemplo, que la URSS habría sido muy diferente si, en lugar de gobernar Stalin, hubiera gobernado Trotsky.

Trotsky, pero simplemente como ejemplo
Máxime conociendo su actuación en Kronstadt, cuando dirigió a 50.000 soldados del Ejército Rojo que a reprimir a sangre y fuego a estos obreros, héroes del 17, que se encontraban amotinados en defensa de una serie de reivindicaciones más o menos cuestionables, algunas de las cuales eran la libertad de expresión para los diferentes partidos socialistas y anarquistas ilegalizados por el Estado, libertades sindicales y libertad de expresión, entre otras cosas. 

O conociendo la declaración de Trotsky en el IX Congreso del partido (29 de marzo-5 de abril de 1920): “Hay que decir a los obreros el lugar que deben ocupar, desplazándolos y dirigiéndolos como si fuesen soldados. La obligación de trabajar alcanza su más alto grado de intensidad durante la transición del capitalismo al socialismo. Los desertores del trabajo deberán ser incorporados a batallones disciplinados enviados a campos de concentración”.  

Por no hablar de la despectiva referencia a la Oposición Obrera de Alexandra Kollontai, efectuada por Trotsky en los debates del X Congreso del partido (1921): “Ellos han avanzado consignas peligrosas. Han convertido en fetiche los principios democráticos. Han colocado por encima del partido el derecho de los obreros a elegir sus representantes. Como si el partido no tuviese derecho a afirmar su dictadura, incluso si esta dictadura está en conflicto temporal con los humores cambiantes de la democracia obrera. El partido está obligado a mantener su dictadura, cualesquiera que sean las vacilaciones temporales, incluso de la propia clase obrera. La dictadura no se basa a cada instante en el principio formal de la democracia obrera”

En su libro Terrorismo y comunismo (1920), Trotsky expone de nuevo su curiosa propuesta de organización de la URSS y de la cuestión sindical. En el capítulo VII (“Las cuestiones de organización del trabajo”), leemos: “El Estado proletario se considera con derecho a enviar a todo trabajador adonde su trabajo sea necesario. Y ningún socialista serio negará al gobierno obrero el derecho a castigar al trabajador que se obstine en no llevar a cabo la misión que se le encomiende (…) Sin trabajo obligatorio, sin derecho a dar órdenes y a exigir su cumplimiento, los sindicatos pierden su razón de ser, pues el Estado socialista en formación los necesita, no para luchar por el mejoramiento de las condiciones de trabajo —que es la obra de conjunto de la organización social gubernamental—, sino con el fin de organizar la clase obrera para la producción, con el fin de educarla, de disciplinarla, de distribuirla”.

Si seguimos leyendo esa obra, veremos lo siguiente: “Más de una vez se nos ha acusado de haber practicado la dictadura del partido en lugar de la dictadura de los sóviets. (…) En esta sustitución del poder de la clase obrera por el poder del partido no ha habido nada casual, e incluso, en el fondo, no existe en ello ninguna sustitución. Los comunistas expresan los intereses fundamentales de la clase trabajadora”.

Sólo un ejemplo más, entre muchos: la declaración de Trotsky en el II Congreso del Komintern (1920), que constituye un alarde de burocratismo casi sin precedentes: “Hoy hemos recibido propuestas del gobierno polaco para firmar la paz. ¿Quién decide en esta cuestión? Poseemos el Sovnarkom pero tiene que estar sujeto a un cierto control. ¿Qué control?  ¿El control de la clase obrera como masa caótica y sin forma? No. El comité central del partido ha sido reunido para discutir la propuesta y decidir cómo contestarla”.

Barra libre de política-ficción a la carta

No extraemos absolutamente nada positivo para la lucha de la clase trabajadora si volvemos por enésima vez al estéril debate entre Trotsky y Stalin. Tampoco siendo acríticos con uno u otro de ellos. Por eso no haré nada de eso.

Sí sacamos, en cambio, mucho en claro desmitificando el “culto a la derrota”, en este caso ejemplificado con Trotsky como caso flagrante y absolutamente evidente.

No tenemos el menor indicio para pensar que un gobierno de Trotsky en la URSS habría sido muy diferente al de Stalin. Sabemos, en cambio, algo: que, pese a toda la tinta derramada, las prácticas políticas de ambos dirigentes fueron, hasta el exilio de Trotsky en 1929, realmente muy parecidas.

Es verdad que, a partir de entonces, sus líneas políticas comenzaron a divergir muy aceleradamente, porque, sólo entonces, Trotsky se dio cuenta de que era muy anti-burocrático, y poco después comenzó a adoptar posturas cuanto menos peculiares, sobre todo tras su “giro francés” (1934), pidiendo a seguidores que abandonaran los partidos comunistas y se afiliaran a los partidos socialdemócratas de la II Internacional (traicionera y cómplice del imperialismo).

La pregunta, insultantemente obvia, es la siguiente: ¿de haber llegado a gobernar Gramsci, o Rosa Luxemburgo, o Camilo Cienfuegos, o Mariátegui, o cualquier otro de los que fue derrotado y no pudo gobernar, no se habría visto obligado a tomar decisiones difíciles, reprimir levantamientos opositores, encarcelar gente, prohibir ciertas tendencias de prensa, etc.? ¿No lo hizo, de hecho, Trotsky en el breve periodo en el que gobernó?

Si buscamos la victoria, apostemos por ella
Ya lo he dicho. La historia-ficción es absurda. Pero por eso mismo no voy a inventarme la historia feliz de que, de haber gobernado otro diferente al que gobernó, todo habría sido distinto y mejor (haciendo, además, total abstracción de condicionantes históricos durísimos). No voy a dar culto a la derrota, porque aspiro a la victoria.

Sé que la victoria implicará una satanización sin límites de los medios de comunicación, es decir, de los panfletos de la burguesía. Eso lo aprendí la primera vez que organizamos una manifestación, nos apalearon y, encima, la prensa nos tildó de terroristas. Pero no me influye en lo más mínimo, ya que nosotros debemos generar nuestra propia línea informativa y nuestros propios canales comunicativos.

Apoyo a Allende, y por eso apoyo también a Chávez. Apoyo a Camilo Cienfuegos, y por eso apoyo también a Fidel. Apoyo a Rosa, y por eso apoyo también a Honecker (y a Ulrike Meinhof). Apoyo al Che, y por eso apoyo también a las FARC (y a los Naxalitas).

No voy a esperar a que los derroten para, entonces, cuando sean inofensivas y los medios aflojen la presión, inventarme una historia romántica sobre sus glorias eternas, y así poder decírselo a mi vecino sin complejos y sin que se me caiga la cara de vergüenza por contradecir al telediario.

Eso sí, apoyo todas esas experiencias con sus contradicciones, con las críticas que deban hacérsele. No mato las críticas; me las trago vivas. Y creo que no hay otra postura posible para mantenerse dentro del campo revolucionario.

Apoyo a los revolucionarios que han iniciado el camino de la transformación socialista y que, con más o menos errores, han intentando transformar la sociedad derrocando al sistema capitalista. Son héroes de la clase obrera, que, a diferencia de los héroes de la burguesía, pueden y deben criticarse dialécticamente. Los admiro; por eso los critico.

Instrucciones para servir a la OTAN pero seguir siendo rojos

El culto a la derrota, como hemos adelantado, no es casual. Parte de una sumisión al discurso de los medios de comunicación. Forma parte de un nuevo “marxismo-acomplejado” que se somete a los ritmos del debate más convenientes para la burguesía y que, en última instancia, desliza la tesis de que la “democracia burguesa” es superior al socialismo, de que las naciones imperialistas son superiores y más libres que el resto de naciones del mundo.

Es muy significativo analizar en qué momento se dicen las cosas. Por ejemplo: si China, rival comercial del imperialismo norteamericano y europeo, tiene un conflicto con el Tíbet, justo esa semana esta cierta “izquierda” se pone a defender el derecho de autodeterminación para el Tíbet. Si la OTAN piensa invadir Iraq, justo esa semana esta cierta “izquierda” se pone a recordar las terribles matanzas cometidas por Sadam Hussein contra el pueblo kurdo. Si la OTAN piensa invadir Yugoslavia o Libia, justo esa semana es el momento de redactar sesudos análisis sobre cómo Milosevic y Gadafi pactaron con el imperialismo en determinados momentos de sus trayectorias políticas.

En realidad, no han mentido al decir nada de eso. Pero está claro que es el imperialismo el que ha marcado el ritmo del debate, lo cual es muy determinante. ¿Por qué las otras 51 semanas del año no era el momento de hablar del Tíbet, de Hussein, de Milosevic, de Gadafi o de Ahmadineyad, pero justo cuando al imperialismo y sus medios de comunicación les interesa, debemos ponernos todos a hablar como locos de esas cosas?

Obviamente, el momento en el que se dice cierta “verdad” importa tanto como la propia verdad que se está diciendo. Por ejemplo, si me ofrecen un whisky y, justo en ese momento, grito que “el alcohol perjudica gravemente la salud”, no podré extrañarme de que mi contertulio dé por hecho que le estoy contestando que no deseo beberme el whisky (de un modo bastante freak además).

A lo mejor estaba deseando beberme un cubata; incluso es posible que mi afirmación, aislada del espacio y del tiempo, no implique lo contrario. Pero, por lógica, mi elección del momento exacto en el cual decido expresar ciertas “verdades” no puede sino confundir a la gente. A nadie le da tiempo material de decir todas las verdades todo el tiempo; por eso, elegir qué verdades se dicen en cada momento es en realidad el índice de tu ideología.

Desde una comprensión elemental de los rudimentos básicos del antiimperialismo, es evidente que el primer obstáculo para que Libia sea, no ya un país socialista y libre, sino por lo menos algo diferente de una maldita colonia, es la existencia del imperialismo y sus planes de conquista y saqueo.

Si, para no quedar mal delante de mi vecino (que sólo ve a través de los ojos de los medios de comunicación), justo el día antes de la invasión de Libia, escribo una lista recordando todos los errores y crímenes de Gadafi desde su mismo nacimiento, aunque no esté mintiendo, lo quiera o no, mi sumisión a los medios de comunicación habrá colaborado con dichos medios en su justificación de la intervención de la OTAN.

Libia, otra apología del suicidio

Los que padecen el mal de dar culto a la derrota alaban con frecuencia a los rebeldes libios. Ya se sabe: por lo visto, había un sector obrero e izquierdista del alzamiento (aunque dicho alzamiento pidiera pública y expresamente la intervención de la OTAN desde el primer día) que, por desgracia, fue derrotado. Casualmente, son justo los que murieron, por lo que es tremendamente fácil dales culto; no podrán desmentir la idea de que realmente pensaban como nosotros. Tampoco se sabrá nunca qué habrían hecho de haber vencido.

Para redondear la cosa, y que no suene rara una “OTAN libertaria”, podemos decir que ese ejército criminal y terrorista fue en realidad allí a refrenar la revolución popular; fíjate si era radical la cosa, que hasta la OTAN tuvo que ir a pararla. Como todo encaja, da igual habérselo inventado. Tampoco importa repetir la hazaña en Siria o Irán, aun sabiendo empíricamente que los actores en conflicto son realmente los mismos que en Libia.

El culto a la derrota funciona porque tiene el terreno abonado en la política-ficción, en el marxismo-acomplejado, en el viejo mesianismo de toda la vida, en el cuento facilón e infantil del bueno y el malo, de la revolución corrompida, etc. En suma, una milonga fácil de asimilar y hecha a la medida de la versión que difunden los medios de comunicación. Una versión, por tanto, capaz de adaptarse a lo que dicen esos medios en cada momento, pareciendo coherente con ellos.

Cierto: es una falacia. La realidad es mucho más dura. Nada puede idealizarse como hacen ellos. Y, sin embargo, si fuera funcional a los intereses de los oprimidos, yo lo aceptaría. Pero no es el caso. Porque refuerza la idea de que los medios de comunicación dicen la verdad. Y, así, luego pasan cosas como la de Libia y somos incapaces de generar un mínimo de movimiento anticolonial que protesta contra la guerra aquí, en la propia metrópoli.

Ni” complejos “ni” medios de comunicación

La contestación a los medios de comunicación y a la ideología dominante debe ser radical. Si, por ejemplo, Rajoy sale en la tele diciendo que, aunque el 25-S hubiera mucha gente denunciando al parlamento, él está con los millones que se quedaron en casa apoyando al parlamento, debemos preguntarle abiertamente si entonces, en función de su propia regla de tres, los millones que no fueron a la marcha contra el atentado a Miguel Ángel Blanco estaban a favor de su ejecución.

No debemos preguntarnos qué es lo que la gente quiere escuchar, sino qué es lo que la gente necesita escuchar. Tampoco debemos acomplejarnos, ya que la gente normal no dice tantas tonterías como algunos de los partidos anticapitalistas actuales. Por eso, no me da el menor miedo de que alguien me acuse de “apoyar dictadores” por el mero hecho de no apoyar a unos supuestos “rebeldes” que estaban (y no lo digo yo, lo decían ellos mismos) aliados a la OTAN. Soy consciente de que, si alguien me acusa de eso, será porque es un idiota. Y es obvio que preocuparse por lo que opinen los idiotas sería una auténtica idiotez por mi parte.
En función de las circunstancias históricas, las contradicciones adquieren jerarquías. Si mañana el Imperio Español invadiera a los incas, yo no diría “Ni España ni Atahualpa”. Yo diría: “No a la invasión española, viva la independencia de los incas”. Una vez que el invasor, primer obstáculo para la construcción de cualquier orden económico que no fuese el colonial, fuera expulsado, sería el momento de replantearnos la injusta estructura social del incanato.
Quien da culto a la derrota, desde la conciencia de que Atahualpa ya fue derrotado (y dado que a los medios de comunicación ya no les importa esta cuestión), comprende estas contradicciones y las asimila velozmente. No así las contradicciones actuales, tan mediatizadas por el panfletismo de dichos medios.

No hay duda: quienes dan culto a la derrota, si Tupac Amaru viviera en la actualidad, en lugar de apoyarlo, lo acusarían por no ser marxista, no respetar los derechos de la mujer y no haber leído El Capital (incluso aunque se escribiera siglos después de su muerte); de hecho, dirían que los vendepatrias y colaboracionistas de los españoles eran en realidad agentes de una “revolución popular” contra una dictadura que oprimía a su pueblo.

Esperarían, con suerte, sólo un par de siglos para poder dar culto a la derrota, tras comprender que Tupac o Atahualpa eran unos cabrones machistas, clasistas y autoritarios, pero que, cuando se levantaron contra el imperio (sí, quizá después de haber hecho alianzas con él en otros momentos), no eran las libertades civiles o el patriarcado (mucho menos el socialismo) lo que estaba en juego. Sino la misma independencia, es decir, la soberanía como Estado, requisito primero para poder aplicar cualquier política de Estado (ya sea fascista, democrática, comunista o hasta mormona).

Conclusiones

Si el Che Guevara estuviera vivo, la tele lo llamaría terrorista. Si Rosa Luxemburgo estuviera viva, la tele la llamaría totalitaria. Si Huey Newton estuviera vivo, la tele diría que es un racista y un reaccionario. Si Emiliano Zapata estuviera vivo, la tele lo acusaría de “reprimir a su pueblo”. Si Steve Biko estuviera vivo, la tele diría que ha asesinado a civiles inocentes. Si Ho Chi Minh estuviera vivo, la tele lo acusaría de traficar con opio y con armas.

Y, por desgracia, los izquierdistas que, al estar muertos, los adoran y dan culto a la derrota, dirían también todo eso.



Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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