En el presente perfil que hago de un profesor universitario venezolano, por su puesto, que exceptúo a catedráticos como don Pedro Durant, Carlos Domingo, Luis Hernández, Francisco Rivero, Carlos Chalbaud o Alberto Serraval, y otros muchos colegas de elevadas condiciones intelectuales y académicas que por largos años han tenido que sufrir la tiranía de la mediocridad de los equipos rectorales de nuestras universidades.
Un profesor Universitario en Venezuela es un ser sin atributos. Inculto, adocenado. Envuelto en una atmósfera de tedio y tristeza, y que resume lo peor del espíritu pequeño-burgués (sobre todo cuando se dicen de izquierda o “revolucionarios”), y que no pierde la esperanza de verse un día orlado con las supremas preseas que reparten esos buitres togados y mafiosos de nuestros cuerpos Rectorales. Respirando siempre un profundo recelo hacia todo aquel que tiene pensamientos propios. Nuestro universitario se pliega siempre por la posición del hombre medio, vulgar, simpático (chistoso), que carece de espíritu creador.
Un profesor universitario es reaccionario por naturaleza, y le tiene horror a cualquier cambio. Piensa que los cambios pueden afectarle peligrosamente su estatus, y sobre todo el bolsillo.
El típico profesor universitario es un hombre corriente cuya inteligencia tiende a deteriorarse rápidamente (pues uno de sus deseos es jubilarse y dedicarse a otra cosa que nada tenga que ver con pensar y estudiar). Un ser sin esencia ni destino. Apagado, imbuido en los pequeños quehaceres de sus clases docentes y de sus reducidos espacios laborales, con la mente puesta en algún bono extra que sin duda le llegará, por vía de los paros y “huelgas de cerebros caídos”. Cuando no se lanza a figurar como candidato a algo, se refugia bajo la férula de algún cacique atrevido y descarado que vive a la caza de altos cargos, pues el cacique que busca encumbrarse requiere del apoyo de muchos parásitos.
Siempre pendiendo, digo, de algún carcamán: De los viejos y deformantes esquemas, de los grupos que se reparten las colocaciones y el poder. Por excelencia un ser egoísta pero de pequeñas miserias, y sin capacidad para la generosidad o para prestar servicio social alguno. Temeroso y apocado, permanentemente con el rabo entre las piernas suspirando por una casita en la playa y hacer un crucero cada dos años... Estudiando para que lo sepan los demás, no para entender el mundo ni ayudar a sus semejantes, ni cultivar su talento.
Ahora bien, ¿a quién podría EDUCAR un hombre así, superficial, que teme asumir compromisos consigo mismo y con sus semejantes? No hay absolutamente nada humanista en estos seres: Ábralos, auscúltelos, penétrelos hasta más allá de los tuétanos y no encontrará nada. Éstos, en verdad que no tienen alma. Sin una voz propia, sin un destino, nada del verbo encarnado. Porque el humanismo no llega por los libros ni las computadoras ni se puede aprender de memoria, sino como dice Fernando Savater, que se contagia. “Y mal pueden contagiar la enfermedad divina quienes no la padecen”.
Y por ello, unos diez ladrones, entre cinco mil profesores, lo controlan todo, porque estos tíos lo único que saben hacer bien, es tomar las debidas precauciones para transgredir como le viene en gana a la moral, a la academia y a la autonomía. Uno no puede encontrar en ese mundo de lánguidas almas un ser solidario para avanzar hacia algún cambio humano. Me he cansado de buscarlo inútilmente, por lo que los ladrones cada vez se sienten más seguros en sus sitiales, incólumes, inamovibles. Con mi única arma, la palabra escrita, aquí les paso mi cuenta.
Twitter- @jsantroz
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